Pastoral subterránea
i tuvieran nombre serían tribu, como se dice de punks, emos, skins, trash, rockers y el resto de esa nómina que ya tiene asimilada en su léxico hasta la parte buenaonda del gobierno de la ciudad, por aquello de la tipología, siempre útil y funcional para autoridades, sociólogos y veterinarios.
Y si uno se limita a verlos aquí en su reducto, parecen muñecos animados entre vitrinas de muñecos y muñequitos de los héroes del anime japonés, o representaciones plásticas de esas nenas con uniforme escolar y minifalditititas, pero que resultan karatecas o asesinas de armas tomar.
Si subterráneo es lo que está bajo el suelo, este paraje satélite de una estación del Metro, a dos pisos de la calle, definitivamente lo es. A diferencia de las llamadas tribus urbanas, no predomina una indumentaria muy definida. Lo mismo gris que negro, y como quiera dentro de un estilo, tan relajado como ellos. Nada de maquillaje.
Muñecas y muñecos –los de metal, plástico o trapo en los aparadores, y los de carne y hueso por todas partes– comparten peinados filosos y crispados, lacios, negros, y en la piel algunos destellos metálicos que no son de consideración. A lo mejor es la luz, de un neón amarillento. También tienen en común una belleza sin adjetivos.
El Yigo come pizza, ay güey acá están las bolsitas de cátsup, allá van para la flaca. Pasan de mano en mano las bolsitas hasta donde quedó Beti acomodada con su respectivo corte de pizza en el otro extremo de la mesa, que propiamente no es mesa, sino una instalación de exhibidores semillenos de estuches de videojuegos y devedés, donde acecha ese inquietante sueño a colores que es la estampa japonesa contemporánea, hipertecnológica, delirante, y aún así atenta a las necesidades estéticas y sensoriales del ojo humano. Robots más-que-humanos bisnietos de Astroboy, chicas androides tan calientes que uno dice oye de dónde salió la yombina, guerreros del sable y la concentración mental, monstruos de bolsillo (pospokemones maravillosos), y las explosiones siderales del “trauma de Hiroshima” cuarta o quinta generación.
Es Tokio, Distrito Federal, y ni El Yigo ni Beti ni todos los chavales en acción de pizza hablan japonés, y qué más da, si el lenguaje de las metamorfosis es universal y los subtítulos made in Colombia son muy completos, y así los personajes conservan la voz original y el tono de sus iras, suspiros, jadeos hiperrealistas, reflexiones lo mismo místicas que brutales y vulgares.
Los muñecos vivientes tienen una fijeza en su alegría que en el fondo es móvil, incesante, incluso encantadora, pero no se lo digan a nadie, para que no despierten envidia.
Encima de sus cabezas ebulle una base de camiones y peseras donde el humo manda, las manchas de aceite cubren el asfalto maltratado y las multitudes hacen cola, pero aquí ni se siente. Entre dragones, acechan tras las vitrinas los Caballeros del Zodiaco, todos y cada uno de ellos.
El Yigo termina su rebanada. Se limpia con la manga la salsa de la boca. Se aproxima al reproductor. Bueno, uno de los cuatro que funcionan en distintas orientaciones y diferentes películas, más que para ellos para los clientes-clientes, que se arraciman para contemplar pantallas y vitrinas. Los hay nada más mirones y los hay que compran o canjean; los hay que saben de qué se trata, manejan el código y hasta se incorporan. Son discretos, pero el pudor les hace lo que el viento a Naruto.
–Ponte Los piratas del Dragón del Mal –le pide Beti al oído en lo que introduce una mano a El Yigo bajo la chamarra negra. Comparten, entre otras cosas casi importantes, la preferencia indoblegable por Kenshin y Kaoru.
El Yigo obedece mansamente, elige el disco, lo introduce y acciona. Allí quedan El Yigo y Beti, de pie en el tumulto underground, contemplando la pantalla con una paz envidiable, exactamente opuesta a esas encarnizadas batallas de héroes y villanos voladores en medio de explosiones, golpizas interminables y carreras desaforadas que tan melosos los ponen. Y no tan distintas de lo que sucede allá afuera.
Beti apoya su cabeza en el hombro derecho de El Yigo. Sus hirsutas cabelleras se tocan. Son una viva estampa pastoral, frente a los gritos y el estruendo en otro idioma y la quinética del cómic llamado manga llevado a su máxima expresión.
Cada quien su complicidad y sus secretos.