Usted está aquí: martes 2 de diciembre de 2008 Política Nunca digas

José Blanco

Nunca digas

De lo profundo de los tiempos de algún rincón español surgió de sus refranes uno lleno de granujería y divertimiento, que luego se extendería con versiones y pulimentos de la picaresca popular por cuantas regiones de España; nos llegó a México algo recortado y recatado. El original, dicen, dice: Nunca digas de esta agua no beberé, ni este cura no es mi padre. En lengua inglesa un filme de James Bond fue titulado Never Say Never Again.

Si algún país latinoamericano, y muchos de otros lares, hubiera hecho lo que hoy hace el gobierno estadunidense como medidas emergentes frente a la crisis que provocó al mundo, estaría siendo linchado por Washington, aplastado por el Fondo Monetario Internacional, siendo objeto de pitorreos y cuchufletas mil por la ortodoxia del mainstream del último cuarto de siglo, que veía con risa contenida o a carcajada limpia a los tropicales tercermundistas siempre hundidos en la tontería, la ignorancia –y la corrupción– económicas.

Les ha tocado el turno cuando creían haber alcanzado la eternidad del reinado del mercado libérrimo, cuando el fin de la historia había llegado, cuando finalmente las ideologías habían sido inhumadas para siempre. Les ha tocado el turno y han echado a andar medidas tercermundistas a diestra y siniestra y en proporciones miles de veces mayores que las que podían serlo en un país como el nuestro.

Ahora los bancos de inversión estadunidenses, los mayores verdugos del “populismo” latinoamericano, piden clemencia. Estos monstruos financieros que condenaron a América Latina, durante interminables décadas, a pagar tasas de interés leoninas y a aceptar las condiciones que se le impusieran para poder acceder al favor de inversores y prestamistas, desde hace semanas están de rodillas, esperando con urgencia medidas “populistas” de su propio gobierno para evitar el colapso final.

A gobiernos, banqueros, instituciones financieras internacionales les ha tocado ver de cerca el rostro crispado de una crisis en gran medida provocada por la globalización desregulada. Los arrogantes bancos de inversión, que aplastaron con ajustes draconianos a los países latinoamericanos, a través de gobiernos y del FMI, están contra la pared.

Las políticas puestas en marcha mediante miles de millones de dólares inyectados a la economía estadunidense han hecho pedazos las tesis con las que apoyaron las medidas que sumieron en la pobreza y el hambre a millones de latinoamericanos.

Mientras la memoria esté viva, nunca más podrán volver a esgrimirlas; nunca más podrán imponernos ajustes recesivos infames.

Como en los años 80, cuando a la crisis internacional de la deuda que México tuvo el dudoso honor de inaugurar siguieron muestras mil de que nadie sabía qué hacer con los países latinoamericanos, ni Washington, ni el FMI, y se dedicaron a experimentar con la vida de millones de seres humanos, así estamos hoy.

Washington y los gobiernos europeos han lanzado políticas anticíclicas cuyo impacto efectivo hoy todos desconocemos. Empezaron por tratar de reanimar el consumo inyectando recursos al sistema económico, pero fue un inicio absolutamente fallido. No podía haber reanimación económica si la confianza de consumidores e inversionistas ha estado por los suelos. Así que dieron paso a amplísimos programas de gasto público, principalmente en infraestructura, esperando la respuesta de los inversionistas y la consecuente reanimación del empleo. Pero en el ínter saltaron a la arena de la crisis las tres tan grandes como también arrogantes empresas automotrices, a punto de alcanzar la quiebra estrepitosamente, acompañadas de cientos o miles de empresas de diverso tamaño.

No saben aún qué van a hacer con Ford, Chrysler y General Motors. Paul Krugman, el economista recientemente galardonado con el Premio Nobel, opina: “no merecen ser rescatadas, aunque nadie quiere verlas hundirse. Es una decisión muy difícil que yo no querría tener que tomar, porque ambas opciones son muy malas, ya que un rescate únicamente perpetuaría su mal comportamiento”.

Ahora nos enteran de que el ex secretario del Tesoro de Clinton (1999-2001), Larry Summers, será el director del Consejo Económico Nacional. Summers va a ser “el pensador, el tipo de las ideas”, mientras que Geithner será “el que las ponga en marcha”, según The Wall Street Journal.

Pero Summers, junto con Robert E. Rubin, fueron quienes escribieron en 1999 la página negra por la cual se aprobó la Ley de Servicios Financieros y se desactivaron los mecanismos de regulación introducidos tras la gran depresión mediante la Ley Glass-Stegal de 1933.

Rubin pasó a ser la cabeza del Citigroup, que acaba de ser rescatado del borde del abismo. He aquí a uno de los principales autores de la desregulación, víctima de sus propias políticas formuladas cuando era secretario del Tesoro de Clinton (1995-1999). Está claro que no tenía ni idea de la catástrofe financiera que un día pariría. En tanto Summers, coautor principal de la desregulación, argumenta que ha recuperado sus raíces neokeynesianas y desde fines del año pasado estuvo insistiendo en la necesidad de una “agresiva” política de gasto (en Estados unidos, por supuesto, no importa la dimensión del déficit fiscal), que justamente le está valiendo el nombramiento que le ha extendido Obama.

La desregulación ha probado fehacientemente sus objetivos de saqueo y al final de ineficiencia total. La crisis del sistema financiero global está convocando nuevamente al Estado como redistribuidor y regulador, como actor económico directo para reasumir funciones que había abandonado. Está bebiendo el agua que dijo que no bebería. Es de celebrarse, porque el Estado mexicano tiene ya permiso para pensar con cabeza propia.

 
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