Pena de muerte versión México
Instaurar la pena de muerte en México, tal como sugieren el gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, y la mayoría del Congreso local, suscita demasiadas ideas. La fundamental es que la nuestra es una nación donde la justicia es papel y no realidad. Valores asociados a la justicia como democracia, ética, salud, casa, ausencia de miseria y oportunidades de desarrollo similares son, nuevamente, papel y no realidad.
Proponer y, en su caso, aprobar la pena de muerte en países injustos conlleva demasiados peligros. El sesgo es uno: se reproducirían los errores existentes y se condenaría a quienes no puedan birlar la justicia o a quienes sean incapaces de comprarla. Un repaso de las historias de los prófugos de la justicia en México, y de muchas personas que han sido encarceladas por no contar con los medios suficientes para defenderse son testimonios vivos del sesgo judicial.
El sesgo, en países injustos como México, implica otros riesgos. Uno es que se incremente la polarización de la sociedad. Ignoro cuánto tiempo falta para que las diferencias comunitarias, ya de por sí muy avanzadas, se conviertan en enfermedad incontrolable, pero seguramente es poco. El “orden social”, cuya carta de presentación podría resumirse en las matanzas cotidianas, 20 o 30 asesinatos por día, y que, sorprendentemente, aún protege a algunos segmentos de la sociedad, no puede mantenerse indefinidamente. La aplicación de la pena de muerte podría ser un nuevo factor contra el precario “orden social” y ser el acicate para que los últimos hilos que mantienen el status quo en la sociedad sigan deshilachándose. El incremento del odio y de la desconfianza de las comunidades empobrecidas y víctimas de tanta injusticia podría aflorar como respuesta a la pena de muerte.
Otros factores deben considerarse. La propuesta de la aplicación de la pena de muerte del gobernador de Coahuila tiene otros agravantes. De acuerdo con su visión, y la del Congreso local, las ejecuciones estarían dirigidas exclusivamente contra los secuestradores. Nuevamente aflora el sesgo: ¿por qué esa selectividad? No menos siniestros que los secuestradores son los narcotraficantes o la policía corrupta, cómplice y partícipe, que asesina con saña inaudita, ni menos negra es la historia de los políticos, algunos de ellos vivos, ejecutores de las matanzas estudiantiles de 1968 y 1971. En la misma y execrable posición están quienes perpetraron las masacres de Acteal, de El Bosque y de tantos otros rincones de nuestra espléndida geografía terrenal, que nada tiene que ver con nuestra infame geografía política. La “selectividad poblacional” en propuestas como la de la pena de muerte es inadecuada, porque, nuevamente, es sinónimo de sesgo.
Son necesarias tres prontas y breves reflexiones más en relación a la experiencia histórica y mundial. La primera se refiere a situaciones actuales. China es líder en la aplicación de la pena de muerte. También ocupa el primer lugar en las denuncias de agrupaciones como Amnistía Internacional por sus reiteradas fallas en cuanto a la falta de transparencia en los juicios condenatorios; lo mismo puede decirse en relación al magro valor de la justicia en ese país. En China la ética no es moneda corriente. Así como se desconoce el número de muertos y desaparecidos bajo las últimas égidas gubernamentales –se dice que son millones–, se sabe que en medicina se violan continuamente preceptos éticos. Otro ejemplo es Estados Unidos, nación donde sigue siendo válida la pena de muerte en menores de edad; bajo la misma bandera estadunidense continúa funcionando la mazmorra de Guantánamo y cobijados por su himno nacional se torturó a prisioneros en la cárcel de Abu Grahib.
La segunda idea proviene de la historia. No hay documento que avale que la pena de muerte sea útil para modificar el comportamiento de la sociedad o para reordenar las conductas de los individuos. Quizás, incluso, lo contrario sea cierto. Sobran documentos históricos donde la masa, mientras observaba lo que sucedía en el cadalso, robaba, mancillaba, vejaba.
La tercera se refiere al error. En no pocas ocasiones, sobre todo en Estados Unidos, se han detenido ejecuciones porque se ha demostrado que el sospechoso no era el culpable.
No cuento con palabra suficientes para juzgar las vilezas que cometen los secuestradores y no existe lenguaje adecuado para calificarlos cuando asesinan. No dudo que deben ser encerrados de por vida y castigados sin misericordia. Muchos secuestradores fueron parte del sistema de gobierno y no pocos mantienen vínculos con la policía, es decir, con el gobierno. Eso, no es poco.
La pena de muerte no sirve: envilece. Aplicarla en naciones tan injustas como la nuestra sería craso error y semilla para nuevos odios. Sería mejor que el Congreso de Coahuila repase lo que sucede en sus tierras con la ética y con la justicia antes de hablar de la pena de muerte.