La Iglesia ante la pena capital
El gobernador de Coahuila, Humberto Moreira Valdés, con el respaldo de legisladores locales del PRI y del PVEM, aprobaron el 3 de diciembre una iniciativa para restablecer en la Constitución Mexicana la pena de muerte para secuestradores. Esta iniciativa será turnada al Congreso de la Unión y ha desencadenado las más diversas y encontradas posturas de instituciones y actores políticos.
Una de las oposiciones más visibles contra dicha iniciativa proviene de sectores mayoritarios de la jerarquía católica, la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM) llegó expresar que el gobernador de Coahuila es un “católico que no supo aplicar su creencia en su práctica profesional” y como fiel “no estaría dentro de quien se dice un discípulo” (El Universal, 04/12/08). Sin embargo, no todos los obispos piensan igual.
Ya desde septiembre de este año el obispo de la diócesis de Piedras Negras, Alonso Garza Treviño, señaló: “La Iglesia ya no está del todo en contra de la pena de muerte, porque está viendo casos de violencia extrema y, tras dialogar, ha determinado como necesaria esta alternativa para ponerle fin a ciertos casos”.
Igualmente, el obispo de la diócesis de Nezahualcóyotl, Carlos Garfias Merlos, expuso que la Iglesia católica acepta en casos graves la pena de muerte: “la Iglesia, en un momento dado, acepta, en el caso de delitos graves, como es el secuestro, las penas más fuertes, como puede ser la cadena perpetua, o también la pena de muerte”. Estas discrepancias en el interior de la jerarquía católica contradicen radicalmente el discurso, local y de la propia predica del Papa, en torno a la defensa de la vida que esta misma jerarquía protagonizó tan sólo unos meses atrás en contra de la despenalización de aborto en el Distrito Federal y contra la eutanasia o la muerte asistida.
Existe una tensión doctrinal: mientras, por un lado, se defiende la vida desde su concepción hasta la muerte natural, por otro e históricamente la enseñanza y práctica tradicional de la Iglesia ha legitimado la ejecución de personas encontradas culpables de graves delitos.
Efectivamente, el análisis histórico nos indica que la Iglesia justificó jurídica y teológicamente, durante siglos, la pena capital. La aceptación de la pena de muerte para una amplia variedad de crímenes fue una práctica heredada del sistema legal cuando el cristianismo se imbricó convirtiéndose en la religión predominante del imperio romano a inicios del siglo IV.
Muchos historiadores sostienen que en la medida que los intereses terrenales y geopolíticos de la Iglesia se acrecentaban, el recurso a la fuerza física también crecía en favor de los asuntos eclesiásticos, especialmente constreñir a los grupos heréticos. Esta sacralización de la espada facilitó el camino para que el papa Urbano II emitiera su llamada a una Cruzada en 1095, idea sin precedente en el pensamiento cristiano anterior. Así fundió la tradición del peregrinaje a Jerusalén con la noción de “violencia pía”, avalando la idea radical de que la guerra podía ser una forma devota de hacer penitencia cristiana.
En plena Edad Media, siglo XII, los cristianos habían aceptado ampliamente el derecho del poder civil de dar muerte a los que hacían el mal; el papa Inocencio III (1160-1216) condenó a muerte a ciertos herejes y blasfemos. Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el teólogo más destacado de la historia cristiana, hizo su contribución sobre el tema en su Summa Theologiae, haciendo analogías como la validez de sacrificar animales y bestias al servicio del hombre. Invariablemente, se debe amputar un miembro podrido o corrupto, para el bienestar de los demás miembros y de todo el cuerpo; por lo tanto, es laudable y saludable extirparlo.
Una persona es miembro de toda la comunidad, como parte de un todo; por consiguiente, si un hombre es peligroso para la comunidad y es un elemento corrupto por el pecado, entonces es lícito darle muerte para preservar el bien común (s.th. 2-2, 64, 2).
Recordemos la historia de la Inquisición y las ejecuciones sumarias a los enemigos de la fe, incluso ni grandes reformadores del cristianismo como Lutero y Calvino escapan al uso y justificación de la pena de muerte. Hay tres casos en que es permitido el uso de la violencia cristiana: a) en caso de legítima defensa; si uno no tiene otro medio para librarse de un injusto agresor que atenta contra su vida o contra la del prójimo; b) en caso de guerra, siempre que ésta sea justa, y c) en la aplicación de la pena de muerte dictada contra un criminal por la justicia pública.
Desde el siglo XIX, pero en especial en el XX, las cosas cambiaron. La afirmación del individuo como sujeto social y de los horrores por la extrema violencia de las guerras del siglo XX como el holocausto nazi, la destrucción masiva atómica, la limpieza étnica, la matanza en los campos, dieron nacimiento a la promulgación de la carta de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como una iniciativa concertada entre las naciones para preservar la civilización. Sin duda Juan XXIII es el traductor en la clave católica de los derechos humanos en la Iglesia, bajo el espíritu conciliar lo plasmó con su famosa encíclica Pacem in Terris (1963).
A pesar de que aún existen residuos sobre la pena de muerte y de la guerra justa, se pueden rastrear éstos en el catecismo de la Iglesia católica. Juan Pablo II fue más tajante en dicha ruptura y son claros sus diversos pronunciamientos, aunque en la encíclica Evangelium vitale, 1995, deja una puerta abierta:
“La medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”.
Sobre el debate actual, el Vaticano ha indicado su rechazo a la medida, lo que muestra en el caso de la pena de muerte que la inmutabilidad de la doctrina católica no sólo no es absoluta, sino dinámicamente cambiante en la historia.