Editorial
Grecia: los límites de la integración
Ayer, por sexto día consecutivo, hubo en Grecia violentos enfrentamientos entre jóvenes y efectivos de las fuerzas públicas, en protesta por el asesinato de Alexandros Grigoropoulos, de 15 años, ocurrido el sábado pasado a manos de un efectivo de la policía de aquel país. Las manifestaciones de encono, que se registraron inicialmente en Atenas, la capital, han comenzado a extenderse por distintos lugares de la nación helénica y ya se les califica como las mayores revueltas desde la conclusión de la dictadura militar, en 1974.
Más allá de la muerte del joven –suceso trágico y lamentable que ciertamente ha fungido como un factor detonante del descontento–, las manifestaciones de malestar que hoy recorren las calles de Grecia reflejan un profundo malestar de la población joven en aquel país ante el sentir de desamparo y la falta de expectativas de desarrollo personal a las que se enfrentan. Como botón de muestra baste mencionar que aunque la tasa de desempleo global en esa nación asciende a 7.4 por ciento, estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) dan un nivel de desocupación de cerca de 22 por ciento entre los jóvenes de 15 a 24 años, es decir, el triple de la media nacional. Es con ese telón de fondo que se ha dado la irrupción de un movimiento particularmente joven –quienes protestan son en su mayoría adolescentes– como un nuevo actor colectivo en el ámbito de la sociedad helénica, que ha cobrado, en unos cuantos días, una notable relevancia política.
La población griega padece –es cierto– un elemento de irritación adicional en la clase política anquilosada, reaccionaria y corrupta que gobierna ese país, cuya indolencia se reflejó en las declaraciones realizadas ayer por el primer ministro Costas Caramanlis: “Grecia es un país seguro, que posee los medios, gracias a sus instituciones democráticas, para mantener la seguridad de la población”. En la circunstancia presente, por añadidura, las directrices en política económica de las autoridades griegas (aumento de impuestos, recortes de pensiones) agravan la de por sí complicada situación que enfrenta la sociedad en aquel país, y alimentan el descontento social.
Por lo demás, debe señalarse que este tipo de reacciones ponen en entredicho los supuestos efectos benéficos de la globalización económica y de un proceso de integración regional que, en el caso de Grecia, ha sido impuesto desde arriba y ha generado malestares profundos por cuanto golpea el tejido económico y social, deja a la población entera a merced de los vaivenes del mercado y minimiza las perspectivas de intervención estatal, incluso en momentos en que, como el actual, ésta resulta por demás necesaria. Grecia, con una deuda pública exorbitante, un déficit que rebasa el 15 por ciento de su producción nacional y una inflación galopante, es una de las economías más débiles de la Unión Europea y no está, por tanto, en condiciones de competir con las grandes potencias económicas que integran ese conglomerado de naciones.
Finalmente, lo que ocurre hoy ahí tendría que obligar a reflexionar a los gobiernos de los países europeos –y acaso a los de todo el mundo– en torno a la posible reproducción de ese tipo de escenarios de ingobernabilidad en otras naciones. Tal riesgo, en el caso de Europa, no está descartado y en el marco de la actual crisis financiera global, cuando el crecimiento del desempleo se erige, más que como una amenaza, como una realidad, lo extraño no es que ocurran este tipo de manifestaciones de inconformidad y descontento, sino que no se produzcan más a menudo.