Los indios llegaron ya

(Pasajes de la marcha colombiana)

 

El fotógrafo mexicano Pablo Pérez acompañó la Minga colombiana durante octubre y noviembre de 2008. Suyas son las imágenes este mes en Ojarasca. Publicamos también algunos pasajes de su testimonio personal de la histórica movilización

 

Fusagasugá. La Universidad de Cundinamarca es grande para estar situada en una ciudad tan chica como Fusagasugá, “la capital de las flores”, que desde el viernes aloja a la Minga indígena en su marcha hacia la capital. Sus edificios de ladrillo rojo tienen viejas evidencias de la actividad política del estudiantado, con imágenes del Che y Fidel estencileadas en sus paredes y sobre el edificio más alto la leyenda “las revoluciones no fueron hechas por los oprimidos sino por los concientes”.

Por eso no es de extrañarse que al dirigirse la Minga a esta ciudad, aunque el rector se negó terminantemente a recibirla, los estudiantes abrieron las puertas y los brazos a los manifestantes.

Llegaron el sábado desde Tolima 25 chivas (camiones muy coloridos que se usan como transporte en los pueblos pequeños), entre aplausos de estudiantes e indígenas. El domingo esperan 40 más antes de marchar el lunes a Soacha.

La guardia indígena se toma muy en serio su trabajo, usando sus tradicionales bastones (cada quien tiene el suyo, y lo consideran más una entidad que un objeto) como barrera infranqueable. “A ése requísalo bien” le instruyen al guardia al ver mi abultada mochila. “Soy fotógrafo, por eso cargo estas cosas, vengo de México” explico. Al escuchar acerca de mi origen de inmediato los ojos del jóven se iluminan por debajo del sombrero “¡Si es zapatista es bien recibido! ¿Usted es zapatista hermano? ¿Conoce a Marcos?”

Los recintos de la universidad dan la impresión de ser un caos, nada más alejado de la realidad en este pueblo de todos los pueblos que se levanta y camina cuando es necesario. Una tubería provisional en un declive se usa como regadera para sacarse un poco el polvo del camino, en cada campamento hay sancocho, frijoles, arroz y huevos para el hambriento, y el inevitable “tinto” (café) para el que quiere calentarse un poco. Los muchachos juegan dominó y ajedrez en mesas improvisadas o se arman un par de equipos para echar una cascarita que me hace pensar en un torneo insurgente indígena americano.

Mientras camino me van presentando a la Minga en sí, son miembros de un gran número de pueblos en el interior de Colombia rebelándose por el olvido del gobierno, el derecho a sus tierras y en contra del TLC, la misma historia en otras tierras. “¿A ustedes como les fue como el tratado de libre comercio?” me pregunta uno de los recién llegados de la provincia de Tolima.

 “Es que hemos visto los videos de lo que hacen ustedes, por eso yo siempre tengo un no se qué por ir a México” me cuenta un muchacho de acaso 13 años que casualmente porta “la verde”, la camiseta de nuestra selección. “Yo pienso que allá Chiapas ha de ser todo re bacán con todo lo que han logrado”. No sé qué responder, sólo le aseguro que cualquier minguero sería recibido por los zapatistas como el hermano que es. En las juntas políticas se discuten tres temas: derechos humanos, territorios y acuerdos. Los representantes participan animadamente contando de las condiciones en su tierra.

En las mesas de discusión están unidos indígenas y afrocolombianos y se espera que se sumen los indígenas que han formado cabildos urbanos a causa de la migración a la capital. Los estudiantes apoyan abiertamente al movimiento. Por la calle se puede escuchar que desde los autobuses la gente grita y aplaude a la Minga, o va hasta el campamento a donar comida y abrigos. A pesar de la desconfianza en el sindicalismo, hay un par de centrales obreras que se unirán también.

Casi al final del día me doy cuenta que de todo lo que investigué antes de llegar al campamento me faltó un detalle importantísimo, cuando me encuentro explicando los modos de gobierno de las comunidades de la Sierra de Juárez en mi Oaxaca y hablo de la tradición del tequio. “Es el trabajo que hacen todos en bien de la comunidad, lo que ayuda a que se mantenga unida y saludable” les digo. “Mire usted”, es la respuesta sonriente, “eso exactamente es la Minga”.

 

Soacha. Los vítores son los constantes “¡Arriba la minga popular! ¡Abajo Uribe!”. O cuando nos rebasa una chiva de compañeros se gritan entre ellos “¡Patachuma!”  Desde la caseta hasta Soacha hay diez kilómetros, ahí se detienen las chivas y los mayores, médicos tradicionales, llevan a cabo un ritual pidiendo por las aguas, esas mismas aguas que el gobierno quiere regular.

En la plaza principal de Soacha la minga es recibida por muchas personas de la localidad, banderas del ejército de la paz, del Partido Comunista, un grupo de música y danza folklórica juvenil. En el estrado, Aida Quilcué confirma que la intención de esta Minga no es que la vea el gobierno, sino que la vean los colombianos.

De Soacha a la Universidad Nacional son pocos kilómetros pero la distancia pareciera ser una de las más largas. En la memoria colectiva de la Minga permanecen los muertos y heridos en los enfrentamientos con la policía en La María el 15 de octubre. Hace sólo una semana la policía montada cargó contra los compañeros de las últimas filas de la marcha.

 

Bogotá. Esta vez la marcha es totalmente urbana. Las caras de los espectadores son más de curiosidad que de apego. A diferencia de Cali, en Bogotá las problemáticas de los pueblos indígenas se ven muy lejanas.

 Al principio de la marcha aún se temía una posible represión, pero ya bastante están trabajando los medios hablando solamente de los escándalos de las pirámides financieras como para que aparte haya un escándalo de represión en el corazón mismo de la capital colombiana.

El último día la marcha pareciera que no quiere comenzar para que no se acabe la Minga. Ahora los campamentos tardan mucho más en levantarse, el desayuno se toma con calma.

Al llegar al centro no hay oposición de la policía y las calles están despejadas. Uribe salió a Perú un día antes de la reunión de cooperación económica de Asia Pacífico para entrevistarse con Bush y al mismo tiempo no encontrarse con la Minga. El territorio está libre para llegar al corazón de Colombia. Cuando por fin se cruza la última cuadra los mayores se adelantan a la marcha y elevan los brazos en un último ritual con los ojos anegados en lágrimas. Casi 500 kilometros de marcha que terminan aquí y ahora, cuando se desata una fuerte lluvia  (“Tata wala”, el padre trueno) que no impide que la plaza se llene y todos se queden a escuchar las palabras de los líderes del movimiento. Se repite que está minga caminó la palabra por la desconfianza que da la palabra escrita, aquella que es la primera ignorada por el gobierno.

A las participaciones locales se añaden las de representantes de los pueblos indígenas de Ecuador, Perú y Bolivia. Se terminó la marcha, se caminó la palabra y se logro que fuera escuchada, si no por el presidente, sí por el pueblo. Impera la certeza de que los 500 kilómetros marchados no fueron suficientes. 

Pablo Pérez

 
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