Río Manzanares, déjame pasar...
Ampliar la imagen El general Lázaro Cárdenas y su esposa, doña Amalia Solórzano de Cárdenas Foto: tomada del libro Lázaro Cárdenas, iconografía, editado por el gobierno de Michoacán y Editorial Turner
Hace ya tiempo Jorge Luis Borges escribía: “Ante la muerte de un amigo, compruebo que lo recuerdo con intensidad, pero que los hechos o anécdotas que me es dado comunicar son muy pocos”. Sin embargo, prosigue, “su imagen, que es incomunicable, perdura en mí y seguirá mejorándome y ayudándome. Esta pobreza de hechos y esta riqueza de gravitación personal corrobora tal vez lo que ya se dijo sobre lo secundario de las palabras y sobre el inmediato magisterio de una presencia”.
Borges hablaba entonces de Pedro Henríquez Ureña. Yo hablo de otros recuerdos, recientes pero ya recuerdos que ningún hecho nuevo puede modificar aunque el tiempo los vaya sin remedio atenuando. Por eso escribo ahora, no mañana.
Mucho se ha dicho y escrito en estos días sobre Amalia Solórzano Bravo como la esposa del general Lázaro Cárdenas del Río –“digna”, “compañera”, “inseparable”, y otros adjetivos– o como la madre del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Quiero aquí decir que la conocí y fui su insospechado amigo en tanto Amalia, en tanto ella, que también era esposa, madre, abuela o compañera, pero era ella, Amalia Solórzano, la misma muchacha de 20 años independiente e inteligente con quien, allá por 1932, se casó aquel general formado en las vicisitudes de la revolución y de los años veinte y después presidente de México, repartidor de haciendas, creador de escuelas y expropiador de yacimientos petroleros.
No era Amalia una sombra o una acompañante. Era ella, aun cuando en sus tantas conversaciones y anécdotas acerca del General que pude escucharle se presentara a sí misma como actor secundario y tal vez hasta se lo creyera en la superficie de sus palabras. Pero la desmentía, como escribiera Borges, una “riqueza de gravitación personal” y “el inmediato magisterio de una presencia”.
En la persona de Amalia, como me permití llamarla desde aquel 1988 en que pude encontrarla, una vívida inteligencia, vestida de discreción, dictaba sus opiniones sobre los hechos, las personas y los personajes contemporáneos, sobre las situaciones y los recuerdos.
Así se asoma en su libro Era otra cosa la vida, tejido de memorias que parecen girar en torno a la gran figura del General pero que son ella misma, como en la inimitable conversación entre ambos allí registrada en “Una plática camino a Pátzcuaro”, acerca del lugar adónde ir a morar cada uno después de muertos.
Relato tras relato, leídos por el envés de lo dicho o develada al calor de la conversación la tinta simpática con que los escribía en sus decires, mostraban la influencia de sus modos de pensar y de sentir en los acontecimientos y los sucedidos.
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Amalia era un delicado registro de lo no dicho, lo no escrito o lo dicho por el General o por otros para un solo interlocutor privilegiado y elegido –ella–, puesto que a nadie le es dado pensar y decir en puro soliloquio.
Relaté en algún escrito una de sus historias. El General escribía y escribía en su despacho, ya alta la noche, y después rompía las cuartillas que iban a parar al cesto. “Un día le pregunté”, contaba Amalia, “¿qué tanto escribes y tanto rompes?”
Y el General le responde: “Es que no quiero heredar a Cuauhtémoc mis amarguras”. La anécdota no era recuerdo inocente, pues en segundo y tercer niveles ella estaba hablando de sus sentimientos del presente y de los de su hijo, callados ambos y por fuera impasibles, aunque no ajenos por dentro a los azares sorprendentes, para quien los vive, de la ingratitud o de la escasa lealtad cuando ésta es debida, aunque no sea obligada ni pedida ni pagada.
Era también Amalia en su universo un personaje de mando, no de simple obediencia. A su alrededor, un mundo se ordenaba o más bien se acomodaba a un orden antiguo y señorial, impropio de los nuevos ricos de dudosas artes o de los patanes de variado poder y escasos modales. Conocí ese mundo en su casa de Los Azufres, Michoacán, que había sido también del General, con una pequeña alberca de aguas sulfurosas en el centro y en torno las habitaciones sencillas de vieja casona de quién sabe cuándo, cada uno y cada una en su lugar en torno a la gran mesa a las horas de las comidas; y afuera, junto a la puerta grande de la entrada, un poyo donde Amalia solía sentarse por la tarde y venían las gentes conocidas a platicarle de las cosas del lugar y de las propias.
Parece que estoy ahora inventando una escena mítica, pero así la vi y me fue dado entonces imaginar con veracidad aquel mundo donde Amalia y el General, ya ex presidente, se sentaban a tomar una nieve en un banco de la plaza de un pueblo cualquiera de la provincia y se les acercaban los del lugar a contarles sus cuitas. En Los Azufres, donde a la tarde se conversaba alrededor de una mesa en el patio con un tequila cuya marca recuerdo pero no digo, tuve el tiempo y la paz para leer Siglo de caudillos, de Enrique Krauze, apenas publicado, e imaginar una reseña que nunca escribí.
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Doña Amalia Solórzano tenía su opinión propia sobre personas y acontecimientos, pero la reservaba o la decía de modo tal que no era lícito andarla citando o repitiendo. Por eso mismo, esa opinión era escueta y terminante y a veces se refería nomás a los modos de alguien cuando en realidad estaba aludiendo a su conducta o su política.
No estuvo de acuerdo, y esto no lo proclamó pero tampoco lo escondió, con la alianza con el PAN para las elecciones del año 2000 propuesta a inicios de 1999. (Fue allí –opinión mía, no de ella– donde el PRD cedió su primogenitura en la lucha por la democracia y ni siquiera un plato de lentejas le tocó).
Apoyó en 1994 la insurrección zapatista y en su despacho, en la planta alta de la casa de Andes, tenía enmarcada todavía aquella proclama: “¿De qué nos tienen que perdonar?” No mencionaré otros conocidos gestos suyos de solidaridad con la rebelión indígena de Chiapas. Salvo uno: muy temprano en 1994, si bien recuerdo el año, le hizo llegar al subcomandante Marcos, sin comentarlo en público jamás, el aguililla del uniforme del General Lázaro Cárdenas del Río. No dudo de que el destinatario lo habrá recordado en su fuero interno en estos días.
No era una novedad en Amalia, señorial en los modos, discreta en las palabras y radical en los impulsos. Había sido partícipe de las expropiaciones y repartos del General en los años 30. De ella fue la iniciativa del asilo a los niños republicanos en la guerra de España. Ella había dado amparo, con la anuencia del General pero en dominios a ella más cercanos, a los jóvenes cubanos que bajo la dirección de Fidel Castro se preparaban en México en 1956 para el desembarco de diciembre en Cuba. A ella y a su hermana Coti, cómplice de estas historias, las recibieron desde entonces y cada vez en Cuba como en casa propia. Y más historias hay, que aquí no cuento porque no me toca pero ya es hora de que sean sabidas.
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La señora era creyente en su fuero interno, imagino, aunque nunca lo escuché en sus palabras, y su modo y su decir eran del todo laicos. En 1998 fuimos con el entonces jefe de Gobierno de la ciudad de México, Cuauhtémoc Cárdenas, a recibir a los alcaldes de Roma y de Venecia y a invitar al papa Juan Pablo II para su próximo viaje a la ciudad de México. Cuatro personas, incluído el jefe de Gobierno, íbamos en la delegación –yo tal vez porque el destino quiso que hablara italiano como segunda lengua. Conversó a solas el jefe de Gobierno con el Pontífice y después, cuando nos hicieron pasar al despacho papal para el saludo de protocolo, Juan Pablo II entregó a cada uno una medalla bendecida por su mano. Por su parte, el alcalde de Roma nos dio una medalla de la ciudad, ésta laica, supongo. Alguna otra recibimos como recuerdo, tal vez la de Venecia.
Al regreso fui a visitar a doña Amalia para contarle historias y presumir mis tres medallas. Le expliqué cada una y le dije: “Una la traje para usted. Dígame cuál quiere”. Me miró con sus ojos de picardía, como cuando según dicen jugaba a las escondidillas en Los Pinos a sus veinticinco años de edad, apenas sonrió y sin dudarlo dijo: “Ésa”. Era la de Juan Pablo II, claro, que allá en la casa de Andes debe de estar todavía entre las muchas medallas del General y de ella que conservaba.
La señora era discreta, la discreción en persona. Cada vez que fui a verla por la mañana –muchas menos de las que hubiera debido, según me lo decía en sus merecidos regaños–, la encontré leyendo los periódicos del día. “Amalia, aquí llegó el hijo desobediente”, le decía yo para atajar el regaño del día por lo espaciado de mi visita. Después ella conversaba historias del tiempo de antes que han quedado registradas y opiniones del tiempo de ahora que a nadie toca andar repitiendo.
Nunca, hasta hoy que ya se fue, pude saber su año de nacimiento. Por supuesto tampoco lo pregunté y tenía yo que tratar de acertarlo por complicados cálculos históricos a partir de ciertos relatos de su infancia en los años finales de la Revolución. La extrema lucidez de su conversación no me permitía imaginar que aquel año había sido 1912.
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Muchas tonalidades tenía esa conversación, a veces con ironías no dichas, otras con simpatías más en el tono que en las palabras. Entre esos tonos, dos no quiero dejar de mencionar. Uno era una mezcla de indignación y tristeza por estos tiempos de México: “Están destruyendo todo lo que entonces se hizo”, decía, sin precisar más el sujeto del verbo. El otro era una mezcla de tristeza e indignación por la ingratitud de tantos que andan en los menesteres de la política.
Doña Amalia recordaba los tiempos duros que tuvo que atravesar el General en los años 50, cuando a la ofensiva velada contra sus obras se sumaba una ofensiva abierta contra su persona cuyo paradigma podría ser el ínclito Emilio Portes Gil. Unía esos recuerdos sutilmente, sin decirlo, a los hechos, los dichos y los gritos de la ingratitud de los años presentes, que no tiene caso mencionar ahora.
“Esas son las reglas del juego del poder y entre ellas no está la gratitud”, le dije alguna vez. “Sí, ya lo sé”, me respondió la señora, y hasta ahí.
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Mi relación con doña Amalia empezó mucho antes y había sido indirecta. A mediados de 1971 estaba yo todavía preso en Lecumberri –desde abril de 1966– cuando apareció mi libro La revolución interrumpida, escrito durante esos años de cárcel. Uno de los primeros ejemplares que recibí lo envié a doña Amalia (el General ya no estaba) por intermedio de Francisco Martínez de la Vega, ex gobernador de San Luis Potosí, cardenista, amigo de Víctor Rico Galán. Don Paco, solidario, nos visitaba regularmente en la cárcel. Según mis costumbres de entonces, no le escribí dedicatoria. Unos veinte años después, Amalia sacó el ejemplar de su biblioteca y me lo mostró. Venía con una atenta tarjeta donde Martínez de la Vega le explicaba que yo no lo había dedicado porque estaba preso y temía comprometerla, modo educado de él de encubrir gentilmente mis malos modales.
No necesito explicar aquí el porqué de este afecto mío hacia el General, no compartido por la abrumadora mayoría de la corriente que proviene de la escuela de León Trotsky (aunque sí por éste, según lo dicen sus escritos mexicanos y alguna dedicatoria, que pude leer, manuscrita en un libro suyo regalado en aquellos años de fuego al general Francisco J. Mújica). Lo escribí años después en un libro de historia, El cardenismo: una utopía mexicana.
Como parte natural de la acción de su gobierno el General dio asilo a León Trotsky, a su esposa Natalia Sedova y a su nieto Esteban Volkov, contra la oposición tenaz –y finalmente asesina– de varios de los aliados políticos de ese gobierno. Después de la muerte de Trotsky, en agosto de 1940, doña Amalia mantuvo su amistad con Natalia Sedova y solía visitarla en la vieja casa de Coyoacán. Lo relata en Era otra cosa la vida:
“Después de una gestión de Diego Rivera, el General le dio asilo en México a León Trotsky y se lo dio con mucho gusto. Pero nunca tuvo la oportunidad de conocerlo personalmente. El General pensaba que a él le faltaban pocos años para terminar su período y que, terminado, tendrían oportunidad de tratarse. Pensaba invitar a Trotsky a que, si no quería quedarse en la capital, se fuera a radicar a algún lugar del estado de Michoacán. Allí tal vez hasta tendría oportunidad de atenderlo. Pero ya vimos lo que sucedió después y se perdió la oportunidad de que se conocieran.
“Cuando faltó Trotsky, fuimos con el General a visitar a Natalia a la casa de Coyoacán. Después, fuera de la presidencia y con un poco más de tiempo, pude ir a visitarla ya como mujer, para que ella también sintiera que tenía conocidos aquí en México. La seguí visitando y nos hicimos más amigas. Me recibía con mucha ternura. En su casa había una enredadera con unas flores azules. Cuando veía que iba yo llegando cortaba dos o tres flores y me las metía entre el pelo. Natalia era bajita, güerita de ojos claros, bonita de facciones, muy amistosa y cariñosa”.
Era otra cosa la vida es un breve y hermoso libro de recuerdos, relatos, reflexiones y fotografías, editado en 1994 en cinco mil ejemplares. Está agotado. No veo razón para que no sea reditado.
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En el cielo invisible de los afectos de cada uno hay astros diversos: estrellas fijas, estrellas fugaces, novas, cometas, planetas, en constelaciones de geometría variable. En el mío, Amalia está entre aquellos con luz propia, no proveniente de otro astro ninguno. Allá por octubre de este año me mandó decir que fuera a visitarla para hablarme de algunas historias. Fui postergando la visita hasta el mes de diciembre. Ella se fue antes.
No es la primera vez que me sucede el llegar cuando ya es tarde y no hay después, y uno se topa con el ya nunca, más fuerte aún si hubo tardanza propia. Cada una de esas veces, pocas pero no olvidables, se me han regresado los primeros versos de aquella canción venezolana: “Río Manzanares, déjame pasar, que mi madre enferma me mandó llamar.”
He llegado a pensar que el río Manzanares algunos lo llevamos dentro.
Ciudad de México, 18 de diciembre de 2008.