Isocronías
■ Diferencias
Este extraño Mallarmé, que tuvo del genio únicamente las cualidades y le fueron ahorrados los defectos, es ejemplar en grado tan superlativo que casi no puede servirnos de ejemplo. Todo puede imitarse, menos la paz interior. Pero lo más admirable de esta paz es que supo desparramarse como una amplia bendición sobre quienes se acercaron a él y que no hubo en ella nada de estancado ni de complaciente. Era la paz que permite hacer obra: la del hombre que ha resuelto ingnorar todo lo fútil, lo fácil y lo vil para consagrarse a la idea.
Mallarmé se casó joven, pasó al lado de la miseria y no se apartó nunca de la pobreza. Sabía que estaba en sus manos ser un escritor rico y famoso, pero sabía que estaba en sus manos ser Mallarmé y prefirió esto último.
Los anteriores párrafos, entresacados de un artículo de Silvina Bullrich publicado en libro hace más de 30 años, hablan de algo difícil de encontrar en estos tiempos mexicanos, donde la ansiedad de figurar, de ascenso social, de difusión masiva de la imagen, suele imponer cierto frenesí a las actividades artísticas o a las actividades de los artistas.
Recientemente la memoria como por sí sola me ha estado recordando mi entrada –ciertamente tardía– al mundo de la cultura en un momento y un lugar (Guadalajara, desde donde esto escribo) en el que interesarse por ese mundo era casi asunto de catacumbas, no de mercadotecnia, no de relaciones públicas, sino más bien de relaciones cuasi clandestinas. Eramos pocos, muy pocos, y venerábamos, un poco mitificábamos, es verdad, ese mundo –que como mundo no vivíamos, sino como universo.
No se trataba de estar al día, y sí, de estar en sintonía. En sintonía con los grandes, los profundos, los osados, los extremos. Lo lográramos o no, era nuestra aspiración. Sin duda, muy escasa noción teníamos de lo que era una obra, menos noción teníamos, y entonces, ¿cómo cultivarlo?, de lo que era un yo.
La colectividad no se dificultaba, éramos tan pocos. Más bien la procurábamos. Buscábamos no sentirnos solos. Y solos más o menos estábamos, la tan famosa soledad de o en grupo. Una palabra de uso frecuentemente inadecuado, veneración, y otra (menos fácil quizá), fervor, nos reunía a un pequeño grupo en torno a ideales a la larga quizá disparatados, pero ideales. Estábamos ligados a la nobleza del ideal.
De la antisolemnidad, que en buena parte nos tocó, y nos tocó bien, creo, se ha pasado parece a la profanización y, más, a la frivolización o banalización de la cultura. Al menos la relación con ella se ha acercado bastante al efecto y alejado, bastante también, de la búsqueda (¿se escuchará cursi?) espiritual.
Tal me parece observar en general, a ojo de pájaro, pero lo veo con mayor certeza (nunca definitiva) en mis propios talleres, donde por supuesto esto ha sido dicho. ¿Será mi edad? ¿Será que no asimilo cuánto todo ha cambiado?
Falta de seriedad, tiendo en ellos advertir, no equivale a sentido del humor (el humor, que se abastece del sinsentido, tiende a restablecer el sentido, el auténtico sentido de algo). El ir a fondo en algo ya no parece ser principio esencial de una labor escritural (en mis talleres). ¿Se trata de corregir poemas, de ser poetas, de tener (no de hacer) obra? Eso lo encontraría en verdad triste.