Editorial
Colombia: obstáculos para la paz
La fiscalía de la ciudad de Barranquilla (Colombia) ordenó ayer la detención de cinco militares –un sargento segundo y cuatro soldados– involucrados en el asesinato de dos comerciantes en 2001, a quienes posteriormente presentaron como elementos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) muertos en combate. Tal decisión obedece a que la justicia colombiana halló contradicciones en las versiones de los efectivos castrenses acusados: “las necropsias determinaron que los disparos no se realizaron a larga distancia, como lo manifestaron los hoy asegurados, sino que se hicieron a quemarropa”.
Por desgracia, estos homicidios no son hechos aislados, sino que se inscriben en una larga cadena de sucesos similares: los llamados “falsos positivos”, ejecuciones extrajudiciales de civiles a manos de elementos del ejército, quienes los presentan después como “trofeos de guerra”. Entre estos casos destaca el secuestro y asesinato de una veintena de jóvenes de la comunidad de Soacha, quienes a principios de 2008 fueron reclutados con la promesa de trabajo y aparecieron asesinados meses después. El conocimiento público de estos episodios ha generado un escándalo político en Colombia y provocado la destitución de más de 40 militares y la renuncia, el pasado 4 de noviembre, del general Mario Montoya, jefe del ejército colombiano.
Los “falsos positivos” vienen a confirmar lo que en meses recientes han señalado distintas organizaciones humanitarias: que, en el contexto del añejo conflicto que se vive en Colombia, la población civil lleva la peor parte al estar atrapada en medio de los distintos bandos en confrontación: la guerrilla, los grupos paramilitares –cuyas estructuras se mantienen actuando no obstante el supuesto desarme emprendido por el gobierno uribista– y las fuerzas armadas. Es claro, por añadidura, que las acciones de los soldados colombianos involucrados en los casos mencionados se explican en buena medida por el empecinamiento del presidente colombiano en apostar por la vía militar como única solución al conflicto en ese país. Esta lógica ha provocado, entre otras cosas, que los soldados incurran en ejecuciones extrajudiciales y fabricación de culpables a fin de engrosar las estadísticas del gobierno en materia de combate a la guerrilla.
En días recientes, Álvaro Uribe ha ratificado su rechazo tajante a la posibilidad de un diálogo con las FARC y se ha opuesto a la mediación de otros gobiernos en la liberación de rehenes en poder de esa organización, no obstante los precedentes que se sentaron al respecto en el año que está por concluir: las liberaciones de Clara Rojas y Consuelo González, en enero, y de cuatro ex legisladores más en febrero, episodios en los que, cabe recordarlo, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, desempeñó un papel importante como mediador a pesar de los obstáculos sembrados por su homólogo colombiano.
El rescate de Ingrid Betancourt por efectivos del Ejército colombiano, en julio del presente año, significó una victoria mediática para el gobierno uribista y se conjugó con una etapa de evidente debacle política, logística, militar y hasta moral de las FARC, que por aquellos días enfrentaron la muerte de dos de sus máximos dirigentes, Raúl Reyes e Ivan Ríos, a manos del Ejército colombiano, y el deceso de su líder histórico, Manuel Marulanda, Tirofijo. Sin embargo, la salida a la luz pública de casos de “falsos positivos” –sucesos que agravian a la sociedad colombiana tanto o más que algunas acciones de la guerrilla– ha puesto en evidencia que en tanto no se desactiven todos los elementos que configuran la violencia en Colombia difícilmente se podrá alcanzar la paz en aquel país: a fin de cuentas, los alzados en armas sólo constituyen una parte de un conflicto en el que subyacen, por añadidura, condiciones de miseria, marginación y desigualdad que igualmente merman las perspectivas de paz social en ese país y que al día de hoy se mantienen intactas.