De la “U” a la “Z”
La mayoría de las interpretaciones sobre el colapso financiero que se inició en octubre insisten, de una u otra manera, en verlo como la parálisis de un sistema que a mediano o a largo plazo se habrá de recuperar para seguir funcionando grosso modo como lo había hecho hasta hace poco. ¿Qué tan largo es hoy el “largo plazo”? Cuando en los años 30 los socialistas solían decir que “a largo plazo el capitalismo estaba prácticamente muerto”, Keynes les respondía que a “largo plazo” todos estaríamos muertos. Es curioso que el argumento haya cambiado de bando. Al parecer, cada vez que una doctrina social o económica recurre a la indecibilidad del tiempo para justificarse, hay algo que anda mal en ella, que la hace vulnerable frente a las circunstancias.
Existen varias predicciones sobre lo que podría pasar. El escenario “U”: el descenso se inició desde 2007 y la recuperación tardará dos o tres años. El escenario “V”: la caída de las bolsas fue tan abrupta como lo será, debido precisamente a las quiebras, la reanimación. El escenario “L”: tal como sucedió a la economía japonesa en los años 90, se trata de una recesión a la que se ingresó sin aviso previo y que se prolongará durante una década o más.
Todas o casi todas estas “interpretaciones” –actos de fe, sería un término más preciso– coinciden en que, para impulsar el come back, el “Estado” habrá de ocupar el lugar que le fue negado desde los años 80 en el ámbito de la regulación, las inversiones públicas y las políticas contra el desempleo. Es realmente jocoso observar a un Sarkozy o un Berlusconi, o su copia muy enclenque y desmejorada en Germán Martínez, hablar, como si se hubieran cambiado simplemente de camiseta, de la necesidad de un “Estado fuerte” y una “conciencia de la regulación” para garantizar el bienestar de la sociedad. Hace tan sólo unos meses, estas definiciones eran, en boca de esa misma facilidad retórica, conceptos anacrónicos, vestigios del pasado. Entre chiste y chiste, cuando se escucha al jefe ultra del panismo decir “Estado fuerte”, más vale precaver, pues uno lo imagina visualizando un régimen en el que él encarna la fuerza que suprime toda diversidad.
En suma: lo que más impresiona de la parálisis actual es acaso la parálisis de las interpretaciones mismas, el estancamiento del pensamiento desde el cual se codifica la “crisis”. La parálisis es un efecto que proviene ya sea de un colapso de funciones o bien de alguna forma del temor. En este caso, probablemente se conjugan ambas a la vez.
Parálisis frente al acontecimiento mismo, frente a un presente que pierde rápidamente actualidad, acaso frente a la resistencia para aceptar que, en el mundo de nuestros días, las formas sociales y económicas (la subjetividad que define nuestras elecciones, las instituciones que regulan lo plausible, los límites de lo aceptable, las expectativas de lo fiable) no logran mantener su estabilidad, porque mutan y se transforman antes de que puedan definir el sentido de las acciones que pretenden fijar.
Aceptémoslo: el hipercapitalismo, la forma del capitalismo más reciente, que se había visto a sí mismo como un fin de la historia, se acerca gradualmente al fin de su historia. Especular sobre los escenarios de este fin no tiene sentido, porque el único debate que puede producir algún sentido no es el que se origina en la pregunta de qué pasará, sino en el dilema de qué está pasando. Hablar del futuro cuando el presente ha implotado es un simple y llano auto de fe. Es curioso que una filosofía tan pragmática como lo fue el neorracionalismo haya terminado en un pobre decálogo de teología económica.
Al parecer el peor adversario del hipercapitalismo ha sido él mismo: no tuvo frente a sí ningún “enemigo”, ningún “sujeto” que lo relevara, ninguna “alternativa” o “fuerza social” que lo desplazara. De su breve historia se podría decir lo mismo que de la de Narciso: lo hundió el encanto por sí mismo.
Lo que está en juego hoy es, ante todo, la construcción de una nueva subjetividad. ¿Bajo qué primado habrá de enfrentarse, en la próxima década, creo, la reinvención de la sociedad? Adscribir al “Estado” esa responsabilidad es dejar en manos de quienes lo ocupan esa discusión. El problema es si las instituciones y las nuevas formas sociales que habrán de surgir se edifican bajo el primado de lo público, de las preguntas por el bienestar, la distribución de la riqueza, la democratización de las oportunidades, o si se deja al fantasma del “Estado” la oclusión de la novedad. No hay que confundir el orden de lo público con los sintagmas estatales.
Tal vez el escenario que nos espera no se asemeje al destino previsto en la “U” o en la “L”, sino más bien en la “Z”, que describe un punto de ingreso a la crisis y una salida ya muy distante (y distinta) a ese origen.