Partidocracia III: Su vulnerabilidad
Se ha dicho aunque quizás no se ha insistido suficientemente que la transición mexicana operó exclusivamente en clave electoral. En este largo proceso que culmina con las reformas de 1996 y luego las elecciones en 1997 y 2000, subyacía una convicción a veces explícita. Llegar al punto en que los votos contaran y se contaran habría llevado, en un círculo virtuoso, a una serie de reformas democráticas en otros ámbitos del Estado y la sociedad.
Sabemos que eso no ocurrió. Más bien se han expresado transiciones a velocidades diferentes en distintos ámbitos. En algunos casos lo que ha prevalecido más bien es un bloqueo insuperable, incitado por poderes fácticos con la capacidad para lograrlo. Baste revisar las trayectorias que se han seguido en los ámbitos del sindicalismo, de los medios de comunicación, de las regulaciones antimonopolios, y particularmente del azaroso itinerario del federalismo mexicano.
La ideas del spillover democrático al resto de los órganos del Estado y de las organizaciones sociales, que habría de provenir de las reformas electorales, no ocurrió. Más aún, ahora estamos presenciando que la resistencia existosa a transformaciones democráticas en ámbitos como los medios de comunicación y el sindicalismo, distorsiona y afecta el contenido mismo de las reformas electorales.
Es materia de deliberación interrogarse por qué ha ocurrido así. ¿Será que el terreno electoral no era por sí solo suficiente para generar ese círculo virtuoso y requería de un acompañamiento institucional en otros ámbitos? ¿O también, que los incentivos existentes no impulsaban acciones cooperativas más allá de un mínimo común denominador en espera de que en las siguientes elecciones se alzara algún partido con un triunfo mayoritario indiscutido?
En cambio, sí podemos concluir al menos tres cuestiones. Uno, estamos en medio de un vertiginoso proceso de fragmentación social acicateado por el estancamiento ecónomico y las condiciones de deterioro en la seguridad pública. Dos, los actores sociales y políticos que tendrían como función central articular y cohesionar las demandas ciudadanas –sindicatos, asociaciones y partidos– no lo están haciendo. Tres, los incentivos para la acción cooperativa son muy débiles y frecuentemente se contradicen entre sí.
En un artículo anterior proponía que la partidocracia se puede entender como un arreglo institucional, basado en reglas formales e informales que cierra los espacios de mayor participación ciudadana en los procesos electorales por medio de acuerdos oligárquicos. Añadía que denunciar este arreglo no significa rechazar una idea central de la democracia moderna, que es la existencia de un sistema sólido de partidos políticos. Es combatir su degeneración.
Esta degeneración se expresa por dos vías, y ambas tienen que ver con la construcción discursiva. Una vía la exploró George Orwell y la llamó el newspeak que implica una separación radical del discurso político tanto del lenguaje de la vida cotidiana como del vocabulario científico y técnico. La otra, viene de Oscar Wilde. La falsificación discursiva consiste en adoptar el lenguaje de los adversarios para operar un descabezamiento ideológico. Dos elementos característicos de una parte considerable de la clase política mexicana apoyan estas operaciones. Su menosprecio tanto por el papel que juegan las ideas como por la memoria de la ciudadanía.
Esta rigidez discursiva y la parálisis política a la que da lugar el arreglo partidocrático hacen particularmente vulnerable al sistema político en condiciones de perturbaciones de gran magnitud como la crisis económica que ya está aposentada entre nosotros. Su más grave vulnerablidad está en su falta de resiliencia, es decir en la poca capacidad para absorber shocks manteniendo, a pesar de ello, cierta forma de control sobre su integridad inicial.