El sheriff Joe atacó de nuevo
Joe Arpaio, de 76 años y electo por quinta vez consecutiva como sheriff del condado de Maricopa en Arizona, ha vuelto a hacer de las suyas. Una vez más atacó a la comunidad mexicana de Phoenix, esta vez en el condado de La Mesa.
En una noche de noviembre, a las dos de la madrugada, realizó un operativo con 60 hombres armados y apoyo del SWAT, para detener a 12 trabajadores, presuntamente indocumentados, que laboraban como janitors en labores de limpieza del City Hall y la Biblioteca Pública de esa localidad.
El sheriff Arpaio lleva años agrediendo a la comunidad mexicana con el pretexto de cumplir la ley, luchar contra la delincuencia, combatir el grafiti y contribuir a la seguridad pública. En una visita realizada el año pasado al poblado de Guadalupe, aledaño a Phoenix, aparecieron numerosas pintas en contra del sheriff en la que le demandaban, en inglés y español, que dejara en paz a la comunidad yaqui y mexicana que allí reside desde tiempos inmemoriales, seguramente mucho más que los de los antepasados de Joe.
Lamentablemente el caso de Arpaio no es una excepción. La reforma migratoria de 1996, promovida y firmada por el presidente demócrata Bill Clinton, abrió la puerta para que los asuntos migratorios fueran no sólo materia federal sino que pudieran dirimirse y legislarse a niveles mucho más locales, es decir, en los estados e incluso los condados. Ahora, las autoridades locales aplican la ley en función de sus intereses políticos, calendarios electorales y no pocas veces de acuerdo con los ánimos antinmigrantes de sus comunidades, muchas de las cuales han empezado a recibir, por primera vez, la llegada de trabajadores de otros países.
La utilización política del tema migratorio se manifestó de manera muy evidente en 1994 en California, con la conocida e infamante Proposición 187 del gobernador Pete Wilson que fue aprobada, en buena parte, con apoyo del voto latino, de origen mexicano para ser más preciso. La propuesta negó el acceso a los servicios sociales a los indocumentados, limitó el acceso a la salud y la educación y obligó a los funcionarios públicos a que denunciaran a los inmigrantes indocumentados que solicitaran servicios.
El argumento era muy sencillo: el estado de California pagaba el costo de la inmigración indocumentada, que era un fenómeno masivo, y no recibía apoyo de la federación por esa tarea porque, en efecto, la migración era un asunto federal y no competencia de los estados. La federación se hacía de oídos sordos. Con todo, ese mismo argumento sirvió para que un juez declarara anticonstitucional la Proposición 187, porque el estado de California no podía legislar en materia migratoria. Fue una victoria contundente que los activistas celebraron con la famosa frase “Me vale Wilson la 187”. Pero fue una victoria pírrica. En 1996 una nueva ley, ahora federal (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsability Act, IIRAIRA), prácticamente replicó la 187 a nivel nacional y otorgó prerrogativas a los estados para manejar los asuntos migratorios según sus propios y particulares criterios.
Peor aún. Con la escalada antiterrorista que potenció Estados Unidos, la migración pasó a ser un tema de la agenda de seguridad nacional. A nivel local se desataron los demonios, las pasiones y el nativismo. Desde entonces, los grupos, asociaciones y funcionarios antinmigrantes se han envuelto en la bandera, promovido operativos y demandado dinero de la federación para contratar personal, comprar equipo, realizar redadas y construir cárceles. En tiempos de recesión, como el actual, son discursos y prácticas que consiguen adeptos y ganan votos.
En Nashville, Tennessee, un nuevo lugar de destino de la migración mexicana, se acusa al sheriff de “pescar” mexicanos (fishing), aunque él dice que sólo realiza labores de tránsito al pedir documentos a los conductores. Obviamente, sólo detiene a cierto tipo de vehículos que transportan a cierto tipo de personas. A este procedimiento se le llama profiling, que significa estereotipar a una persona por sus características fenotípicas. Si tiene cara de mexicano, se supone que debe ser indocumentado. Académicos de la Universidad de Vanderbilt, como Katharine Donato, y defensores de los migrantes han trabajado de manera intensa para desterrar este tipo de prácticas, pero el sheriff ha conseguido muchos recursos con el hecho contundente de detener indocumentados y entregarlos a la migra para que sean deportados.
Hay unas pocas excepciones. Algunos condados han legislado en favor de sus trabajadores y son considerados “santuarios”, lugares donde no se puede perseguir inmigrantes por el hecho de parecerlo. El caso del condado de Addison, en Vermont, es ejemplar. Con una industria láctea importante y un turismo de invierno boyante, se requiere mano de obra barata y sufrida para arrear vacas y ordeñarlas, al mismo tiempo que hay que limpiar cuartos, tender camas y atender a visitantes en una tierra de verdad fría. El jefe de la policía de Middlebury, Tom Hanley, ha señalado que sólo se puede detener a una persona en caso de que haya cometido un crimen o que esté conspirando para hacerlo. Además, se acepta como válida cualquier identificación, incluida la matrícula consular mexicana. En estos días, hay alrededor de 500 trabajadores mexicanos indocumentados en la localidad que se encargan de sacar adelante las tareas que ningún nativo quiere hacer. Son gente de paz, trabajadores a más no poder y, desde luego, indispensables.
Pero son pocos, cada vez menos, los lugares donde un indocumentado puede vivir y trabajar en paz, sin temor a ser denunciado, caer en una redada o ser deportado. Ahora hay condados donde incluso se le prohíbe rentar una vivienda. La histeria antinmigrante, promovida principalmente por los medios de comunicación televisivos, ha permeado a una sociedad donde cada quien se siente responsable de luchar contra lo que se considera oficialmente como “ilegal”. Y la defensa de la legalidad en contextos pueblerinos donde trabajan muchos mexicanos puede convertirse fácilmente en xenofobia, nativismo y persecución.