El cine mexicano frente a la crisis
En el lustro reciente ha sido notable la evolución del cine mexicano. Ha superado con propuestas de calidad el estancamiento al que parecía condenado cuando su producción llegó a alcanzar, en 2002, la cifra de sólo 14 películas en un año. Actualmente ese promedio es ya de 70. Se han diversificado los temas y los recursos estilísticos, se han tomado también distancias con la solemnidad y el convencionalismo de las viejas tramas. Muchos largometrajes con la mejor recepción crítica en México y en festivales internacionales se han producido en condiciones muy difíciles, recurriendo también a un formato digital de bajo costo, con actores no profesionales, y con pocas perspectivas de recuperación económica. Las mejores películas en México comparten, sin embargo, una misma experiencia: padecen una distribución deficiente, y cuando por fin llegan a la cartelera apenas permanecen una o dos semanas, en horarios desventajosos, o se proyectan en lugares apartados, o en el circuito del cine de arte para un consumo muy restringido. Es una paradoja que se verifica día con día: el mejor cine nacional sobrevive con muy pocos espectadores, escasa publicidad, y derrotado de antemano en la competencia desigual con las producciones estadunidenses que ocupan más de 90 por ciento de las pantallas en el país. Abatido también por los grandes éxitos locales, cuyo punto de partida y aspiración máxima es el gol en la taquilla (Arráncame la vida o Rudo y cursi). ¿Crisis económica? En lugar de pan y circo, hoy se ofrecen futbol y música grupera.
La paradoja es todavía mayor cuando en publicaciones nacionales y extranjeras se promueve la idea de que el cine mexicano vive una renovación artística, la cual se atribuye, no tanto a lo que se produce en el país, sino al éxito de películas extranjeras dirigidas por realizadores mexicanos. Alfonso Cuarón (Children of men), Alejandro González Iñárritu (Babel), y Guillermo del Toro (El laberinto del fauno) han sido justamente celebrados por cintas que difícilmente podrían considerarse producciones mexicanas. El éxito de estos directores emblemáticos sólo ha puesto de manifiesto las pocas oportunidades que tiene un cineasta joven, recién egresado de una escuela de cine, para realizar su primera película, y la manera en que, aun sorteando las primeras dificultades, le resulta aún más difícil filmar un segundo largometraje. El éxito de un puñado de cineastas, técnicos y actores mexicanos en Hollywood ha tenido, como caja de resonancia, la obtención de Óscares en diversas categorías, lo que ha contribuido de modo notable a alimentar la noción ampliamente aceptada de que el trabajo cinematográfico mexicano, sin tener una industria fuertemente consolidada, vive hoy una segunda época de oro.
La realidad es muy distinta, y en la prensa local abundan las declaraciones de jóvenes cineastas que continuamente señalan los mismos obstáculos a que se enfrentan: falta de visibilidad para sus producciones, una distribución deficiente que apenas se interesa en promover el cine nacional (favoreciendo al estadunidense, de rentabilidad garantizada), cuotas de exhibición injustas que no defienden un tiempo suficiente de pantalla para las producciones locales, un marco legal impropio para estimular el desarrollo de una industria fílmica fuerte, escasa voluntad política del gobierno para apoyarla, y nulo compromiso de las compañías de televisión para coproducir cine. A esto es preciso añadir la negativa oficial a renegociar un Tratado de Libre Comercio que desde un inicio incluyó a la cultura, y por ende al cine, en el paquete de mercancías de intercambio libre de aranceles y obligaciones, situación muy distinta a la postura asumida por Canadá, que excluyó ese rubro.
El efecto de este tratado ha sido desastroso para el cine mexicano, pues inhibe todo intento por imponer a las superproducciones estadunidenses restricciones legales para limitar su presencia masiva en nuestro país, en detrimento de las producciones locales. Últimamente se ha impulsado una política de apoyo fiscal, el artículo 226 del impuesto sobre la renta, que permite a los inversionistas deducir de sus declaraciones su contribución a una producción fílmica. En un principio, algunos empresarios mostraron reticencias, otros condicionaron recursos a que las películas tuvieran temáticas convencionales, libres de sexo, violencia u otras incorrecciones vagamente precisadas, pero, con todo, se ha logrado apoyar un número considerable de cintas. El problema es que esta acción apenas resulta suficiente si no se acompaña de una legislación más amplia y coherente en defensa del trabajo fílmico mexicano. La crisis financiera mundial tampoco ofrece hoy las mejores perspectivas para convencer a muchos empresarios de que invertir en cine de calidad sea un negocio medianamente atractivo.