¿La Fiesta en Paz?
■ Los toros, reflejo y termómetro
Ampliar la imagen México está instalado desde hace décadas en un proceso de sudamericanización en materia taurina, por un duopolio sin capacidad de competir ni de coordinar esfuerzos Foto: archivo
Detrás de toda violencia hay un problema de incomunicación, pero peor aún que no saber comunicarse es persistir en ello, con espadas desenvainadas y verborrea infructuosa. País sobresaturado de ruido, en el fondo sus habitantes estamos casi mudos e impotentes ante la debacle, no por previsible menos inminente.
Entre autoridades y narcos, políticos y partidos, locutores y publicistas, bancos y deudores; entre vulgaridad y embustes sin fin, urge volver los ojos hacia escenarios menos degradados, donde todavía se pueda atisbar algo de verdad en medio de tanta mentira, algo de señorío a pesar de la ordinariez prevaleciente; tantito de valor, luego de tanta, pero tanta, cobardía.
Y la fiesta de los toros, mal que les pese a ecologistas, ambientalistas y animalistas, y a pesar de los propios taurinos, esos especialistas en entorpecer todo y debilitar el espectáculo, sigue siendo uno de esos reductos donde con frecuencia afloran contenidos de verdad, mediante la bravura o la mansedumbre, del conocimiento o la ignorancia, de la cornada o la apoteosis, del arte o el posturismo.
Hay que repetirlo: la fiesta de los toros es reflejo y termómetro del país donde está inmersa. Como está aquélla, así está la sociedad que la conserva. Exitista pero sólida, subsidiada y autocomplaciente, la fiesta brava de España sigue acusando unos niveles modélicos de profesionalización junto a un proteccionismo que no sólo cuida fuentes de trabajo, sino que le permite exportar toreros, lo que sólo por excepción ocurre en Portugal y Francia, aletargado el primero y con una economía sólida la segunda, al grado de ser la nación que mejores sueldos paga a los toreros, la mayoría españoles.
En materia taurina, Sudamérica sólo por excepción se acuerda de la dignidad y de estimular, en serio, su potencial torero y ganadero respectivo. Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, asumidos desde siempre como enclaves coloniales de España –empresarios, matadores y subalternos–, con su fiesta reflejan, antes que identidad, la postración económica y cultural de unas elites criollas renuentes a justipreciar y defender lo propio.
México, mientras, antes líder taurino del continente y el otro país más importante, junto con España, en lo que a fiesta de toros se refiere, en las últimas décadas ha sufrido en este sentido un proceso de sudamericanización, en tanto sucesivos gobiernos aumentan su sometimiento a las políticas de Washington, así como dependencia económica de Estados Unidos.
La añeja incomprensión del Estado mexicano del valor político, económico y cultural de la fiesta de los toros propició una feudalización del espectáculo, reducido hoy a un duopolio –Espectáculos Taurinos de México, SA y la empresa de la Plaza México– que ni compite entre sí ni muestra la menor voluntad para coordinar esfuerzos, circuitos compartidos y consolidación en corto plazo de por lo menos una docena de toreros taquilleros.
Unos cuantos propietarios de plazas ofrecen festejos aislados durante el año, y empresarios menores mal organizan ferias y seriales modestos.
Comprobados a nivel mundial la ineficacia y efectos contraproducentes de la autorregulación desbocada que confunde voracidad con imaginación y libertad con complicidad de funcionarios, ¿será capaz el país, junto con su fiesta de toros de corregir rumbos, revisar estrategias y enmendar errores sistemáticos? Desde luego, 6 u 8 corridas con figuras importadas no hacen verano.