Gorostiza, estrella mentida
Cuando se trata de publicar la traducción de un libro de poesía, la mejor manera de proceder es realizar una edición bilingüe. Es por fortuna el caso del volumen que prepara la Casa Juan Pablos de Muerte sin fin y otros poemas de José Gorostiza. Así, el lector tiene la posibilidad de leer el texto original –escuchar la musicalidad, sentir el ritmo y los latidos del poema– que figura en la página al lado de la traducción.
Es una tarea tan ardua hacer pasar de una lengua a otra las palabras de un poema, su significado y su sonido, que una traducción debería presentarse, con modestia, como una tentativa, un ensayo, más o menos satisfactorio, en lugar de pretender mostrarse como un equivalente del original. Quizá por esta razones una traducción no es nunca definitiva. Según la época, la evolución de la lengua, el talento del traductor, el trabajo puede volverse a tomar una u otra vez, a semejanza de la roca que Sísifo debe transportar a la cima de un peñasco de donde la roca rueda obligándolo a recomenzar su pena.
Originalmente la traducción al francés de Claude Couffon de Muerte sin fin y otros poemas, y mi prefacio fueron publicados en las ediciones bilingües de la colección Orphée de La Différence, en 1991. La Casa Juan Pablos, con la participación de Conaculta, ha tenido la excelente idea de reditarlo, en homenaje a los 70 años de la aparición de Muerte sin fin. Edición que será presentada durante el Salón del Libro de París de 2009, pues México es el invitado de honor.
Pero mi mayor sorpresa fue saber que estas obras de Gorostiza serán ilustradas por Emiliano Gironella Parra. Cierto, en 2006 tuve la oportunidad de ver expuestas en el centro cultural El Aire algunas de las telas de Emiliano inspiradas por Muerte sin fin. No me asombraron ni su pasión ni su entendimiento de este poema. Son parte de la herencia de sus padres, Alberto Gironella y Carmen Parra, y de un amigo de la familia, Salvador Elizondo. Nadie mejor que este escritor supo leer, acaso, uno de los mayores poemas en español del siglo pasado: el alma, Dios, el milagro de ser, la muerte, “esa putilla del rubor helado”, el diablo que toca a la puerta, un vaso de agua que desborda, “¡oh, inteligencia, soledad en llamas!/ que lo consume todo hasta el silencio”. ¿En cuántas ocasiones no escuché unos y otros versos de este poema pronunciados por la voz nasal de Salvador?
Elizondo me presentó con Alberto Gironella. Me llevó a casa de José Gorostiza. Coincidencias, azares objetivos, casualidades dictadas por los hados. “Mas nada ocurre, no, sólo este sueño/ desorbitado/ que se mira a sí mismo en plena marcha...” “y sueña que su sueño se repite,/ irresponsable, eterno,/ muerte sin fin de una obstinada muerte...”
Gorostiza, sentado en una sillón individual, con una manta sobra las piernas, me pareció viejísimo o más bien eterno, sin edad, fuera del tiempo dictado por manecillas y calendarios.
Nos habló de las gotas de agua que lo despertaban en las madrugadas con el tintineo de su caída de una llave que no cerraba bien. Del vaso de agua que ponía bajo el grifo para atenuar el sonido incesante de las gotas: “lleno de mí –ahíto– me descubro/ en la imagen atónita del agua...” “¡Mas qué vaso –también– más providente!/ Tal vez esta oquedad que nos estrecha/ en islas de monólogos, sin eco,/ aunque se llama Dios,/ no sea sino un vaso/ que nos amolda el alma perdidiza...”
Salvador nos había abrumado de recomendaciones antes de llegar a casa de José Gorostiza. Paulina Lavista y yo nos sentíamos casi intimidadas por el encuentro con el poeta. ¿Cómo sería? ¿Qué tipo de hombre era? Ahí también, entre los poemas y el hombre vivo, real, ¿cuál sería el parecido o la diferencia? De la misma manera en que una traducción puede ser muy diferente del texto original, un autor puede parecer muy diferente de su obra. No era el caso de Gorostiza. La calidad de su palabra, como de su silencio, estaba a la altura de su obra.