Editorial
Extorsión a la República
El fin de semana pasado, cuando dieron inicio formal las precampañas de cara a las elecciones de julio próximo, las dos principales empresas televisoras del país interrumpieron las transmisiones de diversos encuentros deportivos para difundir, en bloque y fuera de los espacios comerciales, anuncios del Instituto Federal Electoral (IFE) y los partidos políticos –lo que, cabe suponer, generó una explicable molestia de los televidentes– con el pretexto de que así lo “ordena” la legislación vigente en materia de contratación y difusión de propaganda electoral. Ayer, una vez que el IFE se había deslindado de esas interrupciones y afirmado que éstas obedecían a una decisión “adoptada exclusivamente por las televisoras”, la Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión (CIRT) pretendió justificar la medida al señalar que “las pautas de las precampañas electorales fueron notificadas hace un par de semanas a las emisoras, cuando ya existían compromisos contractuales previos en la programación (y) teniendo en cuenta que los tiempos y horarios de los juegos son predeterminados e imposibles de modificar”.
Debe aclararse, en primer lugar, que, al contrario de lo que afirman los consorcios mediáticos, ninguna de las disposiciones legales vigentes les “ordena” transmitir los anuncios electorales en bloque, como lo hicieron, y ni siquiera las obliga a destinar espacios adicionales a la difusión de propaganda electoral: para ese efecto se utilizan los tiempos oficiales, que hasta este fin de semana se empleaban en la difusión de publicidad gubernamental.
La acción que se comenta, en cambio, parece obedecer a un espíritu de revancha, y hasta de berrinche, por parte del duopolio televisivo tras las modificaciones aprobadas a la legislación electoral que, entre otras cosas, prohíben tanto a partidos políticos como a particulares la contratación de espacios para difundir propaganda comicial y afectan, por tanto, los intereses monetarios de los concesionarios de medios electrónicos de comunicación al reducir sus ganancias y su margen de maniobra para incidir en las preferencias electorales de la ciudadanía.
En suma, a lo que puede verse, la interrupción unilateral de los programas mencionados no parece tener otro fin que sembrar en la población animadversión en contra del IFE y los partidos políticos; deteriorar, con ello, la de por sí menguada credibilidad de la institucionalidad político-electoral del país, y chantajear de esa forma a las instancias públicas encargadas de hacer valer la legislación, como lo hicieron en 2007, cuando las empresas televisoras y radiodifusoras emprendieron una campaña de presiones y mentiras contra los legisladores que discutían las reformas en materia electoral. Entonces como ahora, los propietarios de los grandes medios de comunicación emplearon las concesiones en forma abusiva e irregular e intentaron subvertir, por medio de recursos ilegítimos e inaceptables, la voluntad soberana de uno de los poderes de la Unión. Entonces como ahora, tales comportamientos pasaron del golpeteo al golpismo mediático.
Por lo demás, al afirmar que las reformas en materia electoral conllevan “un costo para la sociedad, pues se trata de recursos en especie que los concesionarios entregan bajo la forma de impuestos y aprovechamientos al Estado y que posiblemente podrían ser utilizados en forma más eficiente en otras tareas”, los propietarios de los consorcios mediáticos incurren en una distorsión adicional, al soslayar que no son ellos los que “entregan” esos recursos al Estado, sino que es éste el que les concesiona el uso de un bien público –el espectro de frecuencias electromagnéticas– que es extensión del territorio nacional y, por tanto, propiedad de la nación.
A poco más de dos años de las desaseadas elecciones presidenciales de 2006, es necesario que el país cuente con procesos electorales justos, limpios y equitativos, y que todos los actores políticos y económicos actúen con pleno apego a las directrices vigentes. En la circunstancia actual, lo peor que puede hacer el IFE es dejarse amedrentar por los chantajes del poder fáctico e ilegítimo del duopolio televisivo, si lo que quiere es evitar una erosión aun mayor en su credibilidad. El gobierno federal, por su parte, debe intervenir oportunamente en el asunto: de no hacerlo así, se acentuará la percepción generalizada de que las autoridades del país sirven a intereses privados, no al bienestar común, y se profundizará el déficit de legitimidad que la actual administración arrastra de origen.