Homenaje a Leonora Carrington
Ampliar la imagen Leonora Carrington, en una imagen de 2006 Foto: María Luisa Severiano
Donde está Leonora Carrington está el surrealismo. Aunque André Breton consagró a México como país surrealista por excelencia y definió a la pintura de Frida Kahlo como un listón en torno a una bomba, en México el surrealismo llegó a raíz de la guerra, llegó –en el caso de los españoles– después de haber conocido la persecución, el hambre, el éxodo, el desprecio de los franceses, los largos meses de espera en las playas francesas convertidas en campos de concentración, como lo fue Argelés sur Mer, la arena en todas partes, la arena en los zapatos, la arena en los calzones, la arena en los cabellos, en los ojos, una arena húmeda y negra, la arena de la derrota esa que se metió hasta el final de los días, hasta el último suspiro de los españoles que perdieron la guerra.
Leonora salió de España y vino en barco desde Lisboa en 1941.
Desde 1939 había que escapar de Europa. Quedarse significaba persecución, desesperanza, fracaso, muerte. Antes, Leonora había sido una niña habitada por las leyendas celtas de su abuela irlandesa, transformada más tarde en una joven inglesa que su madre presentaría a la Corte de Jorge V en Londres, en 1934, y luego a Ascot y a Buckingham Palace. Si Leonora había nacido en 1917 tendría entonces 17 años. A ella, sus tres hermanos, Pat, Gerard y Arthur nunca le interesarían tanto como su madre, Maurie Moorehead, quien le ayudó a hacerse pintora y a irse a Florencia, a la Piazza Donatello a la escuela de pintura de Miss Penrose y más tarde en Francia a la Academia Ozenfant.
St Martin d’Ardèche es un pueblito precioso cerca de los Alpes por donde pasa el Rhone en el que vivió tres años al lado de Max Ernst. Ambos pintaban, pero ella, “la inglesa” –como la llamaban en el pueblo–, hacía algo más, cocinaba. Muy pronto la cocina se volvió el laboratorio de sus sueños en el que preparaba manjares como sacramentos, y los platos y las cucharas levitaban mientras ella oficiaba el santo rito. Bastaba cerrar los ojos para entrar por el espejo y pasar del otro lado como Alicia en el país de las maravillas, pero Leonora tenía los ojos bien abiertos, no fuera a equivocarse en las proporciones. No pulía su inconsciente, no lo esperaba todo de ella misma, quería aprender. Mezclaba con acierto todas las sustancias del imaginario. Todo lo que saben hacer los campesinos franceses, ella lo aprendió. Salía temprano con un ancho sombrero de paja a escoger las uvas antes de que las calentara el sol, e iba recorriendo los viñedos clavados en la tierra para cortar los racimos y llevarlos en una canasta a que los jóvenes –muchachos y muchachas- les bailaran encima una danza amorosa. Leonora, que ahora sólo bebe té, hacía té. Al igual que los campesinos franceses sabía que hay que guardar todo, porque algún día puede servir, y era capaz de algo que pocas mujeres hacen ahora: coser con aguja, hilo y dedal, coser con hilo cósmico, remendar, unir lo que tenemos detrás de la frente y confeccionar muñequitas de trapo, como las que fabrican con su ingenio y sus dedos de hada las madres pobres para sus hijas: dos botones en vez de ojos, una sonrisa pintada, unos cabellos de estambre amarillos o cafés, según el gusto, un vestido con delantal o con un bolerito y, antes que todo, unos calzones, porque lo primero que miran las niñas es si su muñeca trae calzones. Hasta hace algunos años, a Leonora le entretenía hacer esas muñequitas, que bien vistas tienen mucho de autorretrato.
Años más tarde, al lado de Remedios Varo, Leonora habría de bordar el manto terrestre.
¿Qué le pasa a un ser humano cuando de pronto los gendarmes se presentan y se llevan a su amor alegando razones de religión o de raza o de ideología? En 1939, después del arresto de Max Ernst, Leonora sobrevivió a una Europa cruel y enloquecida, en una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración que la llevó a escribir En bas, Down below, (Abajo), la memoria del encierro y el odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor. Si a Leonora la encerraron en una institución, no hubo peor institución ni clima más desvirtuado para ella que España con sus criterios franquistas, que intentaron destruirle no sólo su mundo imaginario, sino el afectivo. Sin embargo, a esa estancia en Santander, a esa época atroz le debemos nosotros los mexicanos a Leonora la dádiva inesperada y gratuita de su presencia en México.
Leonora habría de salir de Europa gracias a un hombre que decía cosas que no se dicen y hacía cosas que no se hacen, como darle un mordisco a la copa de cristal ofrecida por la embajadora de Estados Unidos y comérsela ante el asombro de los invitados. Al lado del extraordinario embajador mexicano Luis I. Rodríguez, Renato logró –como cónsul de México– que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles aceptaran la invitación del general Lázaro Cárdenas y vinieran a México en el Sinaia, el Méxique, el Ipanema, el Capitán Paul Lemerle.
Aquí, en México, Leonora y Renato Leduc vivieron juntos un año, pero –tras la separación– nunca dejaron de ser amigos. A Leonora le gustaba sembrar, fertilizar, ver crecer y cosechar; siempre le atrajo la sabiduría de la tierra (a mí me enseñó a hacer una composta o un compost con peladuras de papa y zanahoria para que germinen flores bonitas), y Renato declaró que se dedicaba por inveterada propensión agrícola, a sembrar el bien y el mal. Ha de ser muy fácil prenderse de un hombre que dice: “No haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad tenaz”. Renato coincidía con Leonora al creer que los temas trascendentes, como Dios, han quedado fuera de servicio, y se dedicó a enseñarle a su hermosa mujer la poesía popular que hay en las malas palabras. Leonora posee un tesoro de mentadas de madre que a veces dice al amanecer con la voz más dulce y melodiosa: “A éste pendejo, hay que mandarlo a la chingada”. A Renato le hacía reír que Leonora hiciera como que se equivocaba y llamara a Paco Zendejas, Paco Pendejas. “No lo hago a propósito, no puedo pronunciar su nombre”. Ambos reían porque eran ellos mismos y no podían ser más que ellos mismos. Leonora además cantaba, y le tomó a Renato la mejor fotografía que le han sacado jamás, alto y guapo y de perfil. Ilustró su libro Los banquetes, la historia de un solo personaje para un solo lector. Los dibujos los hacían reír al unísono. Alguna vez le pregunté a Renato por qué se habían separado y me contestó que Leonora hablaba más con el perro que con él, y cuando le pregunté a Leonora por este marriage arrangé, este matrimonio forzado sólo para salir de España, una chispa lúdica atravesó sus ojos negros: “Bueno…tampoco”.