Usted está aquí: domingo 15 de febrero de 2009 Opinión ¿La Fiesta en Paz?

¿La Fiesta en Paz?

Leonardo Páez

■ Apoteosis de la confusión

Hubo tiempos en que se le llamó “Fiesta Brava”, con iniciales en mayúsculas, porque al andamiaje del espectáculo taurino lo sustentaban la bravura, la casta, el temperamento, el nervio, e incluso el genio o mansedumbre áspera de los toros; su peligrosidad sin adjetivos.

De tal manera que para ser aclamado en el ruedo, el torero tenía que resolver, primero, los múltiples problemas planteados por el astado y después de haberlo sometido, sólo después, intentar las suertes con intenciones más o menos estéticas. La clase se apoyaba en el conocimiento de la lidia, no a la inversa. Por eso con el enrazado toro de la preguerra civil española, García Lorca llamó a esa fiesta “el espectáculo más culto que hay hoy en el mundo”.

Consecuencia nefasta de toda guerra, además de las víctimas que cobra, es el debilitamiento del espíritu, que menguada la energía busca apurado formas menos arduas de existencia, maneras más cómodas de estar, disminución de desafíos, simpleza a ultranza. De ahí las desviaciones de la tecnología y la vulgaridad de los medios.

Así, aficionados y ganaderos disminuyeron su exigencia de bravura -de emoción tauromáquica-, y se echaron en brazos de la diversión –el posturismo y la faena predecible-, a partir de un toro con trapío e incluso con la edad reglamentaria, pero prefiriendo la nobleza a la bravura y la docilidad al temperamento. Todos, ganaderos obsecuentes, toreros, empresas, crítica y públicos desinformados, transigieron, y el arte de la lidia quedó reducido a versión bastardeada de la fiesta brava, con minúsculas.

Lo realmente grave de la sucesión de confusiones del domingo pasado en la Plaza México, más que otro juez se soltó concediendo rabos como si estuviera en la feria de Penjamillo –con perdón para los penjamillenses–, fue que ese público ocasional que sólo asiste cuando se anuncia a Enrique Ponce, Hermoso o El Juli, se haya entusiasmado con la embestida suavota y cansina del de San José y con el posturismo afectado del valenciano, a punto de alcanzar las mil 900 corridas toreadas. Y ni así.

Esos aficionados a apellidos, ¿se deslumbraron con las pretensiones del diestro, con su falta de mando y los muletazos deshilvanados por todo el ruedo, con su cite en cuclillas o con la enternecedora docilidad de aquella “fiera”? En cualquier caso, no pudo emocionarse con la bravura y mucho menos con la hondura, que no existieron. La grandeza del toreo es otra cosa.

 
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