Editorial
Derechos humanos: situación de alarma
La injustificada detención de Raúl Lucas Lucía y Miguel Ponce Rosas –activistas de la Organización para el Desarrollo del Pueblo Mixteco y cuyo paradero es hasta ahora desconocido–, realizada el pasado viernes en el municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero, por presuntos policías de esa entidad, es un botón de muestra de la desastrosa situación que enfrenta el país en materia de respeto a las garantías individuales y vigencia de la legalidad, de la cual da cuenta el reciente informe realizado por el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Entre otras cosas, el documento exhorta al gobierno federal a erradicar las inveteradas prácticas de tortura y abusos cometidos por elementos del Ejército y de las corporaciones policiales; a combatir la impunidad que gozan las autoridades involucradas en los atropellos en contra de la sociedad; a armonizar la legislación nacional con los acuerdos y tratados internacionales suscritos por México; a ajustar el código militar a las obligaciones internacionales del país; a reformar el sistema de justicia y seguridad pública, y a poner fin al sistema de arraigo, práctica que rompe con el principio constitucional de presunción de inocencia.
La aplicación de tales medidas, y de otras orientadas a restituir la vigencia de los derechos humanos, resulta de obvia necesidad ante la persistencia de excesos represivos y autoritarios, y ante las constantes violaciones a las garantías básicas cometidas por las instancias gubernamentales y ampliamente documentadas por diversos sectores de la sociedad y organismos humanitarios. Sin embargo, hasta ahora los gobiernos de todos los niveles, empezando por el federal, no han dado signos de capacidad ni voluntad para avanzar en esa materia.
Al inicio del sexenio anterior, Vicente Fox pretendió mostrarse ante la opinión pública nacional e internacional como un gobernante respetuoso de las garantías individuales. Pero los hechos ocurridos en la segunda mitad de su administración mostraron conductas opuestas a las que Fox reivindicaba en los discursos, y pusieron en evidencia un régimen represor y proclive a criminalizar la protesta social en forma frecuente y extendida: así ocurrió con las torturas sufridas por manifestantes altermundistas en mayo de 2004 en Guadalajara, Jalisco, entidad entonces gobernada por Francisco Ramírez Acuña –primer secretario de Gobernación calderonista–; y con los actos de represión que tuvieron lugar en Texcoco y San Salvador Atenco, en Sicartsa y en Oaxaca, a finales de la administración foxista.
En poco más de dos años del actual ciclo de gobierno, el tema de los derechos humanos ha sido relegado a un lugar marginal del discurso oficial, y las autoridades federales, lejos de hacer algo por esclarecer y castigar los abusos cometidos en el sexenio anterior, han propiciado el agravamiento del estado de las garantías individuales, se ha continuado con la aberrante práctica policial de “fabricar” culpables y criminalizar a los disidentes, y se ha garantizado la impunidad de gobernadores como los de Puebla, Mario Marín; Oaxaca, Ulises Ruiz, y estado de México, Enrique Peña Nieto, señalados como violadores prominentes de los derechos humanos. Por añadidura, en el contexto de la llamada guerra contra el narcotráfico, se han cometido graves atropellos en contra de la población civil, a pesar de los cuales la administración calderonista ha sido renuente a modificar una política de seguridad que, por lo demás, ha demostrado ineficacia para mejorar las condiciones de seguridad pública. Con ello, ha quedado en evidencia un doble rasero por parte del gobierno federal, que se dice dispuesto a perseguir los graves delitos perpetrados por las organizaciones criminales, pero no hace lo propio con las ofensas a la sociedad que cometen quienes supuestamente debieran hacer cumplir la ley.
La situación de los derechos humanos en el país constituye un factor de alarma para la población en su conjunto, un elemento adicional de exasperación social y un lastre fundamental para el cumplimiento del estado de derecho. Es obligado, en suma, que las autoridades atiendan esta circunstancia, si no por elementales consideraciones éticas y legales, sí al menos por razones políticas y de imagen, pues un régimen que no respeta las garantías individuales resulta impresentable ante su propia población y ante el mundo.