Mi cariñito
I
C
uando abro el periódico y leo que un cocinero guisó la placenta de su mujer, un gringo baleó a un grupo de estudiantes chilenos sólo porque detesta a los hispanos y dos niños de cuatro y seis años fueron torturados por sus tíos dizque para educarlos, no me cabe duda de que el mundo se ha vuelto loco
–me dice doña Jose mientras vierte medio kilo de arroz en un cucurucho. La forma en que pliega la hoja de estraza me recuerda mis días de escuela, cuando hacíamos barquitos de papel que después flotaban en la pileta, a mitad del patio, convertidos por nuestra imaginación en auténticos trasatlánticos.
No tuve tiempo de secundar los comentarios de doña Jose porque de inmediato entró en la miscelánea otra clienta. Pidió una caja de sal, una lata de leche y un cuarto de pan molido. Antes de que doña Jose acabara de surtir la mercancía apareció un repartidor. Puso en el suelo cuatro rejas de refrescos, se enjugó el sudor con la manga de su camisa y le preguntó a doña Jose cuándo quería que volviera. Uy Dios Santo, ¡qué prisa! ¿No ve que estoy ocupada?
, le contestó ella.
La respuesta del repartidor fue más bien un desahogo: El otro día, nomás porque me tardé cinco minutos entregando un pedido, me pusieron la araña y tuve que pagar la multa. ¡Mi sueldo de una semana!
. El hombre se acercó a la puerta y miró en todas direcciones: Apúrele, doña Jose, no vayan a caerme aquellos: ¿cuándo quiere que regrese?
. Ella le dijo que el lunes. Luego aparecieron otros clientes para hacer compras menudas: un frasco de aceite, dos huevos, un paquete de harina, un cuarto de arroz.
II
Tanta actividad me recordó los días en que a Mi cariñito
no entraba nadie y doña Jose –como llamamos de cariño a la comerciante– se pasaba las horas sumida en la penumbra de su establecimiento mirando el desfile de sus antiguos marchantes que, sin saludarla, se iban rumbo a la tienda de autoservicio. Cuando la inauguraron, hace 15 años, pensé que la antigua miscelánea olorosa a detergente y a jabón terminaría por cerrar sus puertas lo mismo que los otros pequeños comercios, incapaces de competir con las campañas publicitarias y los descuentos que ofrecía la trasnacional.
Durante el prolongado ocaso de Mi cariñito
varias veces le sugerí a doña Jose que cerrara el negocio pues lejos de reportarle ganancias le ocasionaba gastos. Ella se negó con un argumento muy firme: Crecí debajo de un mostrador. Mis padres me enseñaron lo único que sé hacer: comerciar. Pensaban que con eso siempre tendría manera de vivir, aunque abrieran por aquí cerca otras misceláneas. Pude con ellas y un día tal vez pueda también con las tiendotas. A lo mejor no, verdad, pero yo me voy a esperar tantito. Ya cuando de plano vea que no resisto la situación, cierro mi changarrito y me voy.
El admirable optimismo de doña Jose me parecía obstinación, orgullo, ceguera ante una realidad aplastante. Veo que me equivoqué y me alegro.
III
Hacía mucho tiempo que no regresaba a mi antigua colonia. Aproveché la visita para saludar a doña Jose. Nuestra última conversación había sido un rosario de quejas por la mala racha que ahora, al parecer, estaba superando. Cuando se lo dije ella reaccionó como todos los comerciantes: No crea que las ventas me han subido tanto. Sigo teniendo muchas dificultades. Con lo que algo me compenso es con la rentita que me paga Julia. Ya no ha de tardar. Ella se acomoda en aquella esquina, junto al refrigerador, y se dedica a zurcir medias y a voltear los cuellos de las camisas.
Pensé que ya nadie solicitaba esos servicios. Mi reflexión provocó una mirada burlona de doña Jose: Ay señito, ¿qué no se ha dado cuenta de la situación? En estos días, comprarse unas medias o una camisa nueva no está fácil. O usted ¿qué prefiere: gastar cinco pesos en una compostura o 20 por unas medias que al ratito se le deshilan?
.
Nunca imaginé que la gran crisis fuera a tener consecuencias positivas para los prestadores de servicios que nos recuerdan un mundo anterior a la invasión de las trasnacionales y las megaplazas. Recordé que en una de ellas trabaja Hilario, el hijo mayor de doña Jose. Iba a preguntarle por él pero me lo impidió la llegada de una nueva clienta: Dos pesos de azúcar.
Doña Jose surtió el pedido con gesto resignado. En cuanto volvimos a estar solas me comentó en voz baja: ¿Se fijó? La gente que antes iba a las tiendas grandes para abastecerse al por mayor ha vuelto a los negocios chicos en donde puede comprar de a poquito. Como por ejemplo esa señora que se fue: me compró dos pesos de azúcar. Esa venta no me deja ganancia, como quien dice para mí no es nada, para ella sí porque significa lo que su esposo recibió de aumento en su salario. Como decía mi padre: en el comercio, ya sea grande o pequeño, uno tiene que saber ponerse en los zapatos de la gente.
En la trastienda, el cuarto en donde vive doña Jose, sonó el teléfono. Me hizo señal de que la esperara. Cuando volvió me dijo que había hablado con Hilario. Le pregunté cómo estaba él. Pues contento porque tiene chamba pero muy preocupado porque a lo mejor tendrá que dejarla.
Pensé en los posibles motivos de Hilario para tomar semejante decisión en momentos críticos: edad, falta de estímulos, carga excesiva de trabajo. La razón era otra: el nuevo reglamento de tránsito.
Hilario es repartidor de una tintorería. El negocio es grande, tiene cuatro sucursales y, lo que sea de cada quien, el patrón apoya mucho a sus trabajadores pero, eso sí, los controla bastante. Mi hijo lleva su celular. Don Erasto quiere que lo traiga siempre encendido para que él pueda llamarlo, darle nuevas órdenes y comprobar que Hilario no se haya apartado de la ruta. Hasta allí todo está muy bien. Pero ¿qué sucederá ahora, cuando van a imponerles multas a las personas que vayan manejando y contesten su teléfono? Y conste que no estoy pensando sólo en Hilario, sino en muchas otras personas: médicos, ajustadores, taxistas que deben mantenerse en contacto permanente con su base.
Las consideraciones de doña Jose me permitieron abarcar los muchos sectores que se verán afectados por las nuevas leyes pero me concentré en el caso de Hilario: Dígale a su hijo que hable con su jefe para que le permita apagar su teléfono.
Doña Jose me miró con un gesto de burla: Ya lo hizo. Don Erasto no lo entendió. Le dijo que cuando escuchara que sonaba el celular se detuviera a contestarle. Mi hijo le explicó que eso será fácil en una calle más o menos tranquila, pero no en medio de un embotellamiento, o en el Periférico o en el Viaducto. ¿Y sabe qué le contestó su patrón? Que esa era su bronca y si no le contesta el teléfono le va a descontar de su sueldo.
Nos quedamos en silencio unos minutos, yo aplastada por otra realidad que no había vislumbrado y doña Jose pensando en la situación de su hijo. Quise reanimarla. Insistí en el visible resurgimiento de Mi cariñito
: Su miscelánea renace mientras que los pasillos de la tienda de autoservicio se notan cada vez más desolados. Fui esta mañana. Los anaqueles están medio vacíos y los corredores desiertos.
Mi comentario implicaba el triunfo de Mi cariñito
y el premio a doña Jose por el valor con que había defendido un comercio minúsculo a punto de ser aplastado por otro gigantesco. Mi amiga reconoció con modestia que tenía motivos para sentirse contenta; sin embargo algo le preocupaba: la gente que se vería afectada con la caída de la trasnacional: Piense en lo que significa para el acomodador del estacionamiento o para los cerillitos que haya menos clientela en el supermercado. Esas personas viven de las propinas. ¿Qué harán ahora, cuando ya ni siquiera les queda la posibilidad de irse a Estados Unidos?
.
No tuve el valor de contestar porque toda respuesta me parecía aterradora. Nuestro silencio era incómodo y bendije al anciano que, apoyado en una andadera y con sotalentes, entró en la miscelánea. Doña Jose abandonó su sitio tras el mostrador y fue a su encuentro: Don Julio, ¡anda solito! y usted que decía que ya no iba a poder caminar. ¿Qué le doy?
El anciano sonrió: Por el momento nada, muchas gracias. Pasé a saludarla. Llevo días sin hablar con nadie y la boca me sabe a centavo.
Por la forma en que lo dijo imaginé que el hombre solía utilizar esa expresión.
Doña Jose apartó las rejillas de refrescos: Aquí tengo un banco. ¿Por qué no se sienta un rato o qué, ¿tiene mucha prisa?
El hombre me miró con desconfianza: Se lo agradezco. Prefiero seguir dando mis pasitos. Aunque no crea, se me hace muy difícil sin Aurora. Otro día que no esté tan ocupada vengo y platicamos.
Doña Jose lo acompañó a la puerta y permaneció allí hasta que lo vio desaparecer en la esquina.
Pobre don Julio, me da lástima. Vive de una pensioncita miserable, porque de los hijos que hace años se fueron a Estados Unidos no sabe nada. Aurora, su mujer, se le murió el año pasado y para colmo hace poco él se cayó en el baño. Gracias a Dios logró recuperarse y ya camina. A veces me compra alguna cosita y se queda las horas platicando. Me quita mucho tiempo pero ni modo de no hacerle caso o usted ¿qué haría?
.
Nuevamente me quedé sin respuesta. El interés y la solidaridad hacia don Julio me conmovieron y me demostraron que en el alma de doña Jose había quedado impresa la lección aprendida de sus mayores: Un comerciante, ya sea grande o pequeño, debe saber ponerse en los zapatos de la gente.