No hay especialistas ni camas, dice encargado de clínica en caracol
Domingo 1º de marzo de 2009, p. 16
Oventic, Chis., 28 de febrero. Del consultorio principal de la clínica La Guadalupana brota el llanto intermitente pero intenso de un bebé, el crepitar agudo y frágil de sus pulmones. Sale, preocupado, un médico, cooperante
europeo, que trabaja aquí con frecuencia. Habla con los ‘compas’, se asesora con dos enfermeros, entra de nuevo al consultorio.
Un anciano y una anciana toman el sol allí mismo, tal vez post operados, en sendas sillas; él, conectado a un frasco de suero que cuelga a su lado; ambos con sus batas azules de hospital. Convalecientes y pacientes miran el trasiego por la calzada del caracol, tan animada como siempre. A sus espaldas, un mural con grandes retratos del Che Guevara y Emiliano Zapata. En un extremo, en el laboratorio de herbolaria dos mujeres tzotziles envasan sustancias en frasquitos traslúcidos de plástico.
Por la ventana de la cocina contigua asoman las canciones y las voces zapatistas de Radio Amanecer del Pueblo. En dos mesas al aire libre, otros jóvenes indígenas elaboran alguna clase de registros: rodeados de papeles atienden a personas que acuden a ellos de tanto en tanto.
Luis, responsable de salud del caracol de Oventic, y promotor desde hace 15 años, recibe al reportero en la azotea del inmueble, donde hay aulas y dormitorios para los promotores de todos los Altos. Intranquilo, pálido.
–Ese niño no puede respirar. Tiene 20 días de nacido. Y le dan paros respiratorios –explica. La conversación es interrumpida un par de veces por otros promotores que le informan en tzotzil sobre los preparativos de un carro para el traslado. La habitual ambulancia que tienen, bien equipada, está en reparación. Han debido acondicionar una Nissan de carga.
–En nuestra zona de los Altos hay muchos problemas de salud. Siempre es así en las comunidades indígenas. Por parte del gobierno no ha habido cambios reales de la atención. No ha mejorado. Gastan montones de dinero, ponen edificios, llenan las carreteras con sus ambulancias y camionetas para el traslado de su personal. A la hora que la gente los necesita no hay médicos, ni equipo, mucho menos medicamentos.
Quizá sea el momento, pero Luis luce abrumado. Reiteradamente autocrítico, admite que el servicio autónomo de salud es muy pobre. Nos falta mucho
, dice.
–Los hospitales del mal gobierno están llenos de indígenas. No hay camas, ni especialistas, y siempre dicen que el paciente no está grave, aunque sí esté. Si necesita un estudio mayor, lo ven como una imposibilidad.
A veces, la clínica de Oventic cuenta con médicos voluntarios y el apoyo de cirujanos, pero en general se atienen a sus propios recursos. En la atención que damos en las comunidades con nuestros poquitos conocimientos, tomamos en cuenta a los enfermos y damos talleres con educación para las familias
. Y añade:
–La desnutrición es un problema general en los Altos. En algunas partes, no en este municipio de San Andrés, hay tuberculosis. En nuestras comunidades damos las vacunas. Y detectamos los casos.
Aunque repite que falta mucho
, reconoce que antes había más muertes, con el esfuerzo han disminuido
. Desestima lo que digan los del mal gobierno
sobre la salud de las comunidades zapatistas: No dicen la verdad
.
Llega una enfermera para avisarle que todo está listo. Luis interrumpe la plática, baja a la clínica, sale y toma el volante de la Nissan. En el asiento trasero viaja el bebé, diminuto y oscuro, en brazos de una promotora operando la mascarilla que cubre la carita del menor. A su lado, la madre, no muy joven, trata de sonreír, sin conseguirlo. En la caja de atrás, bajo un cobertizo de lona negra, el padre de la criatura irá todo el camino, hasta el hospital civil de San Cristóbal de las Casas, sosteniendo el alto tanque de oxígeno conectado por la ventanilla a los pulmones de su hijito.
Emprenden un viaje lo más veloz posible al valle de Jovel. Más de una hora entre la serranía, rebasando incesantes volteos que dicen CTM y van a vuelta de rueda. Hasta el hospital, en el centro de San Cristóbal. Luis se estaciona en la puerta de urgencias, desciende del vehículo y junto con la promotora que carga al niño se introduce en el edificio, abre la puerta de los ingresos sin vacilar ni detenerse en la ventanilla ni pedir permiso. Ponen al bebé en una camilla y demandan atención inmediata de los doctores.
Les advierten que no hay cupo, ni camas. Los promotores zapatistas insisten con firmeza y un médico termina por hacerles caso. Luis no ceja hasta que su compañera, auxiliada por una enfermera, coloca al niño en un respirador. Entonces sale a la calle, habla con la madre en tzotzil. Y después me dice, más tranquilo pero con todos sus nervios en alerta:
–Así cada vez. Si no lo hacemos nosotros, no nos atienden porque somos indígenas, creen que no sabemos, no les importa si se mueren nuestros enfermos. Si los dejamos hacer su gana, para ellos siempre será demasiado tarde, no tienen la culpa, se desentienden.