a es un lugar común describir el mundo sindical como el último reducto del viejo autoritarismo. La democracia, se dice, se detiene a las puertas del sindicato, con todas las implicaciones políticas y sociales que pudieran derivarse. Pero los críticos de la nueva hornada liberal no acaban de explicarnos cómo y por qué esos líderes anacrónicos sobreviven, sin que los aires de la alternancia democrática alteren su presencia. Al contrario, doña Esther se renueva a la sombra del presidente Calderón y al inefable Gamboa Pascoe en plena decrepitud se le concede el derecho a la genuflexión, un gesto de sabor añejo pero muy actual. Una vez más, las alianzas pragmáticas del poder se superponen a los discursos falsamente renovadores y la simulación florece en el reino de los gesticuladores. La ética exige poner fin al monopolio
sindical, aunque en este nuevo mantra del democratismo sin adjetivos subsisten algunos supuestos objetables.
La primera cuestión que al menos teóricamente se debía abordar es si los sindicatos
que tenemos son, en efecto, esas asociaciones voluntarias creadas por los trabajadores para la defensa colectiva de sus intereses o si, por el contrario, los defectos derivan menos de su condición de sindicatos que del hecho de no serlo, es decir, de su negación en cuanto al cometido que justifica su existencia.
Es verdad que, dada la heterogeneidad real del mundo del trabajo, así como la historia gremial y productiva de cada rama, las luchas y claudicaciones del pasado, existe una variedad de modelos
organizativos y de prácticas, pero en el fondo la gran interrogante es si el sindicalismo mexicano actual, visto en su conjunto, representa a los trabajadores, o es, con las excepciones de rigor, una enorme falsificación
que sirve a otros intereses. Eso es lo primero que debería dilucidarse. Hace unos días, Néstor de Buen, en entrevista a La Jornada, señalaba a grandes trazos cuál es el verdadero problema: “La verdad, más de 20 millones de trabajadores mexicanos no tienen derechos ni prestaciones. Muchos más ni trabajo tienen, y los que cuentan con éste es precario. Sólo 8 por ciento de sindicalizados conocen a sus líderes y revisan sus contratos. Ochenta y dos por ciento de ellos tienen organizaciones blanqueadas. Esto es frustrante, porque no hay una lucha generalizada por las garantías laborales en el país. Además, hay muchos sindicatos callados y sumisos y se carece de un Poder Judicial independiente del Ejecutivo”. Por eso, antes que intentar reformar desde afuera y desde arriba al sindicalismo real, la sociedad democrática debería crear las condiciones legales y políticas para permitir su refundación, es decir, su plena transformación en organismos autónomos para la defensa del interés legal e histórico de los asalariados.
No son esos los asuntos, empero, que interesan a los promotores de la reforma laboral que están cocinando los empresarios asistidos por el gobierno federal. Para ellos, el tema sindical se reduce en uno de sus extremos a someter al escrutinio público las finanzas de los líderes de cuya honorabilidad casi siempre con razones se sospecha. Por eso algunos comentaristas piden con la boca llena que los sindicatos pasen a ser sujetos obligados
de las leyes de transparencia, para que cualquier persona pueda informarse sobre si están haciendo lo que deben con los recursos que reciben, con independencia de la fuente de la que provengan tales recursos
(Miguel Carbonell, El Universal, 26/2/09). Parece muy radical, pero en verdad, ¿cualquier persona, o los miembros del sindicato, o una autoridad legítima? ¿Por qué sí los sindicatos y no, digamos, las empresas, las iglesias o las asociaciones civiles? (para un análisis más a fondo véase el texto La transparencia y los sindicatos, de Luis Emilio Giménez Cacho, presentada en un foro del IFAI en 2007).
Al final, lejos de atacar al corporativismo
, cuya sobrevivencia depende –se ha visto hasta el hartazgo– de la connivencia del poder del Estado con las mafias sindicales, se pretende mediante la reforma laboral en puertas cancelar de una buena vez la posibilidad de que surja un verdadero sindicalismo. Que esto es así lo comprueba la llamada iniciativa Lozano, que en más de un sentido puntual responde al viejo sueño empresarial de cancelar toda resistencia laboral dentro de la empresa. El sector ultramontano quiere aprovechar la crisis para deshacerse de aspectos de la ley que les incomodan. Arturo Alcalde señala, por ejemplo, la reforma al artículo 83, que se refiere a la contratación y pago por horas, lo cual destruye de un plumazo el conjunto de garantías vigentes en materia de estabilidad, jornada, salario y prestaciones complementarias. Y añade: Seguramente la STPS alegará en su favor que el tope en salarios caídos y la contratación por horas existe en otros países, pero omitirá advertir que en ellos hay seguro de desempleo, contratación colectiva por rama de actividad, protección universal a la salud y retiro, tribunales imparciales y eficientes con recursos suficientes, sanciones a las violaciones empresariales y un conjunto de protecciones que no operan en el nuestro y que la propuesta laboral no contempla, puesto que evidentemente se limitó a atender las sugerencias de abogados empresariales, quienes hoy, con el pretexto de la crisis, buscan una ley laboral a la medida de sus deseos
.
Pero donde se manifiesta más claramente la voluntad antisindical de la pretendida reforma laboral es en lo referente al ejercicio de la libertad sindical, contratación colectiva auténtica y derecho de huelga
, pues se quiere obligar a los sindicatos a informar previamente los nombres de los trabajadores inconformes cuando se pretenda emplazar a huelga en busca de la firma de un contrato colectivo de trabajo o cambiar de sindicato. Se fortalece así el sistema de contratos de protección patronal y la prerrogativa actual empresarial de escoger al sindicato de su preferencia, manteniéndolo aun contra la voluntad de los trabajadores. Todas las libertades al patrón, todas las restricciones a los trabajadores y los sindicatos
.
El enemigo a vencer no son los corruptos, pues con ellos han cohabitado por décadas políticos y empresarios, sino el sindicato como tal, considerado a la manera del siglo XIX, bien como un estorbo para el aumento de las ganancias o, al estilo de la patronal trasnacional del siglo XX, como un instrumento de la productividad al servicio de la patronal. En un caso y el otro el trabajador no cuenta. Por eso, como lo ha dicho de manera inmejorable Alcalde Justiniani, lo que está en juego no sólo son conquistas
legales, sino un modelo de relación de la sociedad y el Estado con el mundo del trabajo, asunto capital, si lo hay, para definir nuestro futuro.