a llamada cultura occidental tiene una profunda deuda artística, intelectual y ética con la pléyade de autores y pensadores de origen judío que moldearon y heredaron mucho de lo mejor del, por lo demás, lamentable siglo XX. Muy por encima, ciertamente, que lo que hayan podido aportar sus detractores y odiadores desde los 1800, con las excepciones únicas de Fiodor Dostoievski y Richard Wagner.
Quizás por su desarraigo inherente, la mencionada pléyade previa al Estado de Israel ejerció una libertad interior sin la cual serían inexplicables Sigmund Freud, Karl Marx y Albert Einstein, tres piedras de toque del presente mundo ora sí que universal.
Aún si consideramos que el pensamiento para la acción del marxismo conduce a la revolución anticapitalista, es válido señalar que estos padres intelectuales fueron radical y absurdamente pacíficos. Ello los convirtió en la víctima quintaescencial del siglo, al ser condenados a un proceso inusitado de exterminio inapelable y fríamente calculado que buscó borrarlos del mapa, y hay que reconocer que casi se salió con la suya, a pesar de la derrota del fascismo en 1945. Hoy casi no existen, o tienen escasa relevancia demográfica, cultural y política los judíos en Alemania, Austria, Polonia, Serbia y Rumania. Los nazis lo lograron: quienes no murieron en los campos de concentración, emigraron a América, o bien fundaron Israel. El nuevo problema
de la supremacía aria son los turcos.
El nacionalismo prusiano, cuyo destino fue genialmente previsto por Heinrich Heine en su Alemania (1844), pagó caro su crimen, pero fue eficaz. No obstante, la cultura alemana posee una deuda inmensa con esos judíos que borraría de su mapa.
¿Qué lleva entonces a conservar la lengua de sus verdugos a Elias Canetti y Paul Celan? Sin desdeñar los componentes biográficos de ambos casos, hay que verlos como la manifestación extrema del anhelo de asimilación
a que aspiraron tantos judíos antes de la Segunda Guerra Mundial, y que sí lograron en los melting pots de Estados Unidos y Argentina, y marginalmente en Francia y Gran Bretaña (sin considerar a los llamados lobbies proisraelíes, que son otra cosa).
Estos judíos, que lo han sido por tradición cultural y familiar, no practican la religión de Yavhé, o lo hacen muy libremente. En México se denominan librepensadores
, en oposición a los ortodoxos
, y aunque no muy numerosos, participan activamente en nuestra vida intelectual. Un siglo atrás quisieron ser europeos, pero los otros europeos no los dejaron.
Su pacifismo encontró una gran excepción en la conmovedora resistencia del gueto de Varsovia, uno de los pocos casos donde los judíos no pusieron la otra mejilla (más cerca de la guerrilla urbana que del mítico suicidio colectivo en Masada).
Paradoja mayor de la historia moderna, son judíos los constructores de una de las potencias más letales e inapelables de la segunda mitad del siglo XX, a partir de la biltzkrieg de Moshe Dayan de 1967, cuado invocando la autodefensa, Israel optó por el ataque. Cuarenta años después podemos ver los resultados. La expoliación de Palestina es sólo la capa más superficial de la amenaza que representa para la paz el Israel militarizado.
Es posible suponer que este Israel no proviene de aquel humanismo crítico, liberal y pacífico, sino de la dura tradición rabínica, a la que se añade el resentimiento (vertido en escencia nacional
) por el Holocausto, que fortaleció una idea sobrecogedora de Dios
como entidad vengativa, ciega, severísima. La aberrante ley del Talión
reguló la escala justiciera de la represalia, antes de convertirla en antifaz de una vulgar política colonialista, expansiva e ilegal que invoca derechos auto otorgados con base en la lectura notarial y arbitraria de la Biblia, obra de suprema ficción histórica, base de la teología mosaica, pero no un libro de historia real.
La guerra israelí contra la resistencia palestina (tan legítima como la del gueto de Varsovia) y su persecusión, donde quiera que se le encuentre (los exilios en Líbano, Egipto, Jordania, Palestina misma), se complementa con los asentamientos de israelíes fanáticos de nueva generación (muchos, procedentes de Rusia y sus ex colonias) en tierras que no les pertenecen. Este desarrollo de lo judío
representa una traición a las virtudes y riquezas de sus predecesores.
Y con todo respeto, me parece que el campo del pensamiento sionista, que tiene por supuesto una dimensión humanista (cada día más derrotada) nunca ha sido tan genial, amplio ni generoso como el libre pensamiento del judaísmo moderno occidental.