Opinión
Ver día anteriorLunes 23 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Buenos vecinos
E

sta semana la secretaria de Estado Hillary Clinton visitará México. Su llegada está inmersa en la narcotización de una cooperación bilateral signada por la decisión unilateral de Washington y plagada de condicionamientos. Desde la perspectiva mexicana, el tema de las drogas es como un paraguas de paradojas. Cuando llueven resultados en la lucha antidrogas, se secan los fondos de la Iniciativa Mérida, y cuando se requiere seguridad y estabilidad para crear empleos y salir de la crisis económico-financiera, la militarización del país genera un caos y una violencia descomunales que ahuyenta a los capitales y arrastra al peso (Guillermo Ortiz dixit). Con un elemento adicional: la guerra antidrogas de Estados Unidos en América Latina ha fortalecido el poder de los militares y los servicios de inteligencia locales –promoviéndolos al peligroso papel de gendarmes en clave de contrainsurgencia contra un enemigo interno–, a costa de las instituciones civiles y los derechos humanos y ciudadanos.

Desde su llegada a la Casa Blanca, la administración demócrata de Barack Obama ha venido escalando de manera dramática la ofensiva propagandística de Washington en pro de la guerra contra el tráfico de drogas. En la coyuntura, el blanco regional ha sido México, definido como un Estado fallido al borde de un colapso rápido e inminente y, por tanto, susceptible de ser intervenido militarmente por el Pentágono.

La fórmula es harto conocida, pero no por ello deja de rendir buenos dividendos. Con base en teorías de la conspiración clásicas, fuerzas externas amenazan la seguridad nacional de Estados Unidos y el futuro de la civilización occidental y cristiana. Se alternan los partidos Demócrata y Republicano y cambian los presidentes en la oficina oval, pero la retórica imperial es siempre la misma: fuerzas oscuras ponen en peligro a la democracia. En términos simplistas, se trata de una lucha entre el bien y el mal. Los malos a satanizar y exterminar varían, y a veces se entrelazan en inverosímiles y novelescas alianzas de organizaciones de súper criminales, que incluyen cifras míticas y saltos de lo innegable a lo increíble. La idea es básicamente la misma: hay grupos de malhechores que amenazan la democracia y la civilización. Una manera simplista de desviar la atención de las lacras que genera el sistema capitalista de dominación, con sus barrios de tugurios, sus apartheid de la pobreza y exclusión, y sus desplazados de guerra, mientras banqueros, operadores financieros y los grandes empresarios trasnacionales practican el delito como negocio mediante sobornos, fijación de precios, evasión de impuestos y la violación de normativas legales.

Por la galería de los enemigos útiles de Washington han desfilado en el último medio siglo el comunismo internacional, la mafia, el eje del mal, el crimen organizado trasnacional (la Cosa Nostra, la Camorra, la ‘Ndrangheta, las tríadas de China, la yakuza japonesa, la mafia rusa, los cárteles colombianos), el terrorismo (y sus variables: el narcoterrorismo y la narcoguerrilla), el populismo radical. Los usos semánticos del lenguaje y los dobles estándares se conjugan con las fabricaciones de ocasión. En la actualidad, Al Qaeda, la red terrorista islámica omnipresente, y el malvado Osama Bin Laden. El narcoterrorismo de las FARC. Los cárteles de Sinaloa, Tijuana, Juárez y del Golfo que controlan 230 ciudades de Estados Unidos. Siempre la amenaza externa.

El escalamiento retórico y la guerra de palabras y de cifras vienen invariablemente acompañados de un enfoque punitivo y concentrado del lado de la oferta. De manera unilateral, Estados Unidos, el donante de las ayudas de seguridad, impone un régimen prohibicionista, de mano dura, militarizado. A la manera de una cruzada contra el mal, ese modelo represivo fracasado opera desde Richard Nixon (1973) hasta nuestros días bajo el estigma de que las drogas son una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. En el fondo, mientras la cocaína, la heroína y la mariguana –con sus niveles de pureza más altos y los precios más bajos– inundan el mercado estadunidense, la exportación de la guerra a las drogas a los países de origen y de tránsito, y su combinación con el antiterrorismo (que permite proporcionar equipos militares, información, entrenamiento y asesoría como vías para el adoctrinamiento ideológico y la penetración de los organismos de seguridad de los países clientes), oculta una gigantesca burocracia que gasta dólares y siembra muerte y miseria en todo el continente.

Más de 50 agencias y oficinas federales, civiles, de defensa e inteligencia (DEA, FBI, CIA, Pentágono, Departamento de Seguridad de la Patria, Inteligencia Nacional, Aduanas, Departamento de Estado, la Guardia Nacional, Justicia, Hacienda, Agencia de Seguridad de Transporte, Salud, etcétera) conforman un verdadero complejo de control antinarcóticos que se sustenta en una postura burocrática ideal: demandar más y más fondos sin tener que demostrar la efectividad de sus programas.

Se trata de un vasto ejército de organismos tan inmanejables como imposible de fiscalizar que libran batallas burocráticas para defender sus presupuestos y han desarrollado, además, un gran talento para manipular a la opinión pública mediante una hábil propaganda de guerra y desviar de manera inocua la atención sobre sus escasos resultados.

Así, perdida entre los ruidos mediáticos de la temporada: a México como Estado fallido al borde del colapso llegará Hillary Clinton con su Iniciativa Mérida ampliada e integral, y los objetivos comunes de seguridad diseñados en el Comando Norte con eje en la información militar de inteligencia, la planificación cooperativa y la interoperabilidad de los ejércitos en clave de contrainsurgencia, los entrenamientos y ejercicios críticos, así como un renovado discurso sobre los buenos vecinos. Después vendrá Obama y Felipe Calderón, que siempre estuvo en la jugada, dirá “yes, man”.