on días previos al gran boom del cubrebocas, la nueva máscara mexicana. Un hombre, circunspecto y verosímil, vende calendarios de escritorio, que le incluyen los días transcurridos y por transcurrir
, toda una aportación, considerando los días de futuro suspendido que se avecinan. La aglomeración apacible o apaciguada por el calorón que llena andenes y vagones del Metro, está atrapada en un azul mundo subterráneo donde hasta el que no quiere ver se percata del halo menesteroso de un hombre sin camisa que se abre paso sin decir palabra. Costras de sangre le surcan la espalda. Uno que se ha arrastrado recientemente y todavía no se repone.
Alguien duerme de pie, colgado del tubo del vagón. El secreto, el deleite de su vaivén. Sueña aquí, delante de todos. El oleaje humano sostiene su cuerpo con sentimiento casi religioso, como a los idiotas de la antigüedad. Sueña un Mozart descalzo, y entonces aborda un vendedor de mp3 con bocinas a máximo volumen entregando los éxitos para piano, violín, flauta y trompeta
del mismísimo Mozart, pero también sonidos de la naturaleza y el Bolero de Ravel. Horas y horas de música por 10 pesos. Trepida un allegro mozartiano que no deja vencer su dulzura por la resonancia metálica de las bocinitas portátiles.
Los que leen. Los que dormitan. Los que conversan espasmódicamente. Los que hablan a tientas por el celular. Los que tienen miedo. Los que se tratan de concentrar. Los que ligan, y los que no. Los que ambicionan mejorar. Niños con su mamá. Personas de ambos sexos tatuadas con esmero y dedicación. Señores de traje, recaderos, grandes personas y tipejos, empleados y empleadas, escolapios, deportistas.
Una mujer adulta brota en el trayecto y vocea alegrías por cinco pesos. Qué ganas estos días de una alegría, aunque sea de vez en cuando. Y más éstas, que en el amaranto endulzado esconden avellanas y nuez.
Pero en evidente conspiración con los astros ásperos se arrima a la vendedora un hombre llevando una llaga, e interrumpe el antojo a los que bien pagarían cinco varos por una alegría. El nuevo pasajero pertenece al gremio de los aguafiestas que exhiben heridas, órganos expuestos, costras, cicatrices, curaciones, análisis clínicos en una mica, escayolas, catéteres. Pide limosna, y a juzgar por la escoriación, motivos no le faltan.
Pero uno también tiene sus motivos, así sea para dejar el Metro y abrirse paso en el río humano con una misma dirección hasta la amplia bocanada de calle gris azulado, y apenas unos metros más allá centenares de jóvenes escuchan y se agitan con unos hip hoperos que le llevan la contraria al Sistema y se burlan crudamente de los que se dejan llevar por la corriente y la televisión. El de la voz escupe al micrófono con rabia, lo aturde pegado a sus labios, lo mordería si los dientes pudieran. Hay devoción en la audiencia.
Por la vereda del parque deambulan decenas, tal vez centenas de ciudadanos en apariencia normales que cargan unánimes floreros con ramilletes blancos y aprietan bajo el brazo, como a un portafolios, la efigie en yeso de San Judas Tadeo en distintos tamaños, patrón de las causas imposibles y, por lo visto, muy popular estos días.
En una banca del andador populoso alguien se quiere arrepentir de leerte el Tarot. Un tiradero de estatuillas de la Santa Muerte también reclama su derecho a existir. Un expendio de espejos. Cosméticos de imitación. Un teléfono público, en funciones, íntegro, quizás el último que queda sobre la Tierra, una reliquia del siglo XX.
Tres gitanas jalan las manos públicas y tratan de descifrarlas, pero algunas no se dejan, siguen, se guardan en los bolsillos o se cruzan con los puños apretados, se consideran privadas. Un niño pequeño vestido de Dios
entre sus orgullosos padres, encaminados al templo de San Felipe.
En el lugar más incómodo, estorbando, tres payasos de cara pintada y nariz de globo reparten bendiciones y la gente se sorprende tanto que se espanta. Frente a la Secretaría de Hacienda un puesto de discos piratas tiene a todo volumen Hey Jude. Hasta a la Alameda llega la rola. Ná ná, na na ná, na na ná.
Las obras viales echan a perder el aire, y se unen en su descontrol los carros embotellados. Tierra y humo son la herencia, pero nadie la quiere. Quién va a quererla, cuando todos exigen que les devuelvan lo suyo, no los desechos. Se ven hasta tranquilos, pero no se andan con cuentos. Ya no. Pero aún falta la epidemia, ya incubada en el miserable aire de tierra sucia y humo, autoritaria cortesía
de las autoridades, urgidas de invertir en votos y prestigio. Pero es extraño ese país llamado Futuro. Ni los políticos lo controlan, aunque crean que sí.