a presencia del oficialismo en los medios de comunicación masiva ha sido, simplemente, apabullante: juzgaron que una pandemia en ciernes no sólo la justificaba, sino que era indispensable. La ciudadanía guardará el concomitante recelo por el exceso y la creciente manipulación. Pero la sociedad ha tolerado, a pie firme, la terrible andanada difusiva de las acciones emprendidas, pues, al menos en un inicio, fueron valoradas como necesarias. Una enorme dosis de miedo ante lo desconocido inundó pechos, conciencias, calles, hogares, plazas y sitios de trabajo. Y el miedo también quedó como sustrato del sálvese el que pueda. Adjunto al proceso, etiología y vicisitudes de la originalmente llamada fiebre porcina (hoy humana o A/H1N1) se fueron sembrando dudas, confusiones numéricas varias, análisis independientes disonantes, críticas rabiosas contra disidentes, fantásticas suposiciones, así como los infaltables apoyos personalizados de los difusores orgánicos de los medios y del gobierno. Pero, al mismo tiempo, se gestaban los antivirus sociales: la resistencia al autoritarismo desatado, la búsqueda de información precisa, cuantificada, consecuente y creíble, así como revisiones de hechos y actuaciones del gobierno federal en el pasado.
La emergencia fue real, no cabe la menor duda ni se ningunea el riesgo inicial. La lentitud para la detección del peligro fue tardía, sin alegato que valga para disculparla. Se estaba frente a una cepa mutante desconocida y la literatura de la infectología, que circulaba por el mundillo especializado, apuntaba, con creciente urgencia, hacia una feroz pandemia de inminente surgimiento. La reacción del gobierno, aun con su escasa información y previsiones, fue drástica y se prendieron las alarmas, tanto en organismos mundiales (OMS) como en los centros de salud y poder de los países. Días después, el panorama quedó despejado. La naturaleza del virus de origen porcino resultó benigna y la infección se controlaba con los retrovirales existentes.
Las imágenes fantasmagóricas, azuzadas por reportes de plagas bubónicas, pestes negras y catástrofes pasadas, con sus cientos de miles (quizá millones) de infectados implorando ayuda en las calles desiertas o en las afueras de los sitiados hospitales y clínicas, se fueron esfumando con los días. No habría muertos insepultos diseminados por los barrios o pequeñas caravanas de creyentes rezando por sus familiares muertos a la vera de humeantes caminos. Tampoco se verían escenas de violencia reprimidas con bayonetas ante la desesperación y el pánico masivo. Todo se apaciguó tan de súbito como se prendieron las aullantes alarmas mediáticas y las sirenas de las ambulancias, en este caso innecesarias. Los capitalinos se fueron, a pesar de todo y en carretadas, a caleta y caletilla (Aca, Gerrero) y ahí se dieron prolongados baños de asiento colectivos ignorando el peligro al contagio. La clase media acomodada (con su egoísta autosuficiencia a cuestas) se refugió, cómodamente, en sus acostumbrados lugares de descanso en espera de tiempos mejores. Las capas de urbanitas, incapaces de fondear algún tipo de retiro, permanecieron, con sus limitadas facilidades de deshaogo, sin mitigar los miedos ya bien injertados en el cuerpo social. Los marginados fueron, como casi siempre, los que quedaron al final de la cola. A ellos les pegó el coletazo de la epidemia, agravada por el inclemente e injusto (al menos para ellos) oficial cierre de llave a sus ya muy precarios recursos de sobrevivencia. El cuadro, entonces, estaba puesto para las pretensiones gubernamentales de aparecer en control de la situación y para su aprovechamiento electoral y de imagen.
Así, la situación se fue clarificando en sus variadas vertientes. Una de ellas de la cual partir es trágica: los únicos muertos de la llamada pandemia fueron connacionales. Y, lo concomitante: el sistema de salud mexicano quedó al descubierto en toda su precaria y hasta criminal existencia. El IMSS y el ISSSTE, columnas del sistema, y como desde hace ya años, incapaces de responder a una emergencia realmente masiva. Las instalaciones hospitalarias públicas mal surtidas de medicamentos, sin toallas suficientes, sábanas raídas y subatendidas por un personal mermado en número, capacitación y sin equipo ni vestimenta adecuados. Los equipos de diagnóstico, sobre pasados, acentuaron su inutilidad para detectar sucesos distintos, fenómenos desconocidos. Pero, y en especial en estos casos de epidemias, enlazados con deficientes procesos informáticos. Los planes elaborados con anterioridad resultaron sin consistencia alguna con la práctica cotidiana. Las inversiones en instalaciones y equipo, como puede fácilmente observarse en la crítica especializada (ver Di Costanzo, La Jornada, 3/5/09, p. 28) reducida a su mínima expresión.
La indolencia de los tomadores de decisión, que corre al parejo de su escasa preparación, ha salido a relucir en la misma Secretaría de Salud (ver currícula del secretario y, sobre todo, de la subsecretaria recién nombrada) sin olvidar a los directivos del IMSS o del ISSSTE (¿qué pasó con el DIF?, por cierto). Todos estos elementos son productos señeros de la incapacidad del panismo para gobernar o de su partidista visión de grupúsculo. Desde el año 2000, la OMS emitió consejos e instrucciones para que se redoblaran esfuerzos en el sector ante pandemias por venir. El panismo los ha desoído y continuó con el desmantelamiento de laboratorios, empresas de antígenos y vacunas y confinó a los otrora eminentes centros de investigación a su mínima expresión, proceso que iniciara, por cierto, el priísmo neoliberal decadente. De lo que presume el panismo, el Seguro Popular, es un adefesio que se monta sobre la precaria infraestructura que se tiene y no ha desplegado una nueva, a pesar de los recursos que se le asignan. Con estos terribles saldos del modelo productivo y de gobierno se apareció el virus porcino. Afortunadamente, esta vez al menos, no fue lo mortal que se esperaba.