Opinión
Ver día anteriorJueves 7 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los lobos
E

ntre los damnificados que las obligadas medidas sanitarias, ante la epidemia de influenza humana han impuesto a la población, se encuentra el teatro. Cuando escribo esta nota se ignoran todavía las condiciones para el regreso a la vida habitual, si es posible asistir a las salas teatrales y de qué tamaño es el hoyo que hizo en los bolsillos de los teatristas, según sea su condición, hecho del que poco se comenta, ya que muchos actores y actrices son verdaderos trabajadores sin prestaciones contractuales y los productores privados sufren también el desplome de sus ingresos en taquilla. Cuando se regrese, cuando volvamos a la normalidad, probablemente se pueda volver a ver Los lobos del dramaturgo argentino Luis Agustoni en adaptación para México de Héctor Bonilla, quien también la dirige.

Agustoni ubica su muy celebrada obra en la Argentina de los años 40 del siglo pasado, cuando se dio el escándalo de la compra ilegal del terreno El Palomar por políticos y hombres de negocios ligados a ellos, lo que enfrentó al ejército y la clase política. Héctor Bonilla realizó una adaptación al México contemporáneo pero de antes del año 2000 –según declara para evitar censuras del gobierno actual, tan corrupto como pudo ser el de los priístas en sus peores momentos– porque la situación del texto dramático puede identificarse con mucho de lo que ha ocurrido y ocurre en nuestro país. Muy aparte de la crítica al sistema (que en el caso del argentino se da a una ignominia del pasado y en el mexicano resulta muy reconocible para los espectadores, que pueden dar diversos nombres tanto a los personajes implicados como al terreno en cuestión) la obra plantea un problema ético al personaje del diputado Eduardo Muñoz alrededor del cual giran las fuerzas negativas del diputado Armando Rodríguez de la Peza, del subsecretario de Estado Alejandro Corcuera y del coronel José Francisco Bazán, por un lado, y por el otro la positiva del izquierdista senador Alfredo Torres.

Esta lucha entre bien y mal no elude un tinte melodramático a la obra, pero se agradece al autor que el senador sea un hombre joven de familia muy acomodada con lo que su izquierdismo cobra características de puro idealismo, así sea un prototipo más de esta obra que no presenta caracteres pluridimensionales –a excepción quizás del diputado Muñoz, antiguo profesor muy respetado que cayó, como en cualquier tango que se respete, en la corrupción por una bella mujer. Con todo y estos defectos, es muy bien venido un teatro político y cuestionador del que hemos estado ayunos durante mucho tiempo.

Tras la atinada presentación de unos videos en la parte alta de la escenografía, que muestran un festejo debido a un aniversario del partido en el poder, la acción se ubica en el sótano de un salón de fiestas –diseñado por Auda Caraza y Atenea Chávez– en donde el subsecretario Alejandro Corcuera ha citado a los otros políticos para tratar de que el tema de la compra del terreno no sea llevado a las cámaras. En este espacio Bonilla mostrará tanto sus mejores cualidades de director de escena consistentes en un trazo limpio y seguro y un buen ritmo, como la precariedad de su dirección de actores –por cierto con trajes que revelan sus características personales en el buen vestuario de Cristina Sauza.

Los cinco actores son muy bien conocidos por el público villamelón que celebró en el estreno la entrada de cada uno con un fuerte aplauso, lo que es indicio de que la escenificación, una vez repuesta, contará con el buen éxito que ha tenido en otras plazas del país, pero que requieren de una mano certera del director. El que más se acerca a la matización es Rafael Sánchez Navarro como el senador Alfredo Torres. Víctor Trujillo, quizás el de menor experiencia en escenarios, logró hacia la segunda parte del montaje hacer creíble a su diputado Muñoz, el eje del conflicto. El buen actor que ha demostrado ser Jesús Ochoa ahora ha caído en el estereotipo del militar gorilesco. Roberto D’Amico se sobreactúa lo grande en ese licenciado Corcuera que trata de mediar en todo y Pedro Armendáriz, como el diputado Rodríguez de la Peza se solaza en demasía con las risas que arranca la estúpida ignorancia de su personaje.