Opinión
Ver día anteriorSábado 9 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Adiós a la esperanza
H

ace seis años, Mauricio Fernández Garza, el ahora candidato del Partido Acción Nacional a la alcaldía de San Pedro Garza García –territorio del Wall Street mexicano–, propuso legalizar la droga como medida para evitar la violencia que ya se había naturalizado en las calles de las ciudades norteñas; Monterrey, entre las más visibles.

Esa propuesta le hizo perder votos y, al cabo, la contienda. Muchos de los habitantes de su propio código postal, reconocidos anfitriones de la doble moral, le echaron en cara su atrevimiento.

Felipe Calderón se hallaba molesto por las declaraciones de altos militares y funcionarios de Estados Unidos acerca de la falencia del Estado mexicano y de la ingobernabilidad reinante en el país. Ocurrió entonces que, amén de criticar tales versiones y reclamar la ausencia de cooperación de Washington en el combate al narcotráfico, se pronunció por la legalización de la droga como medida eficaz para erradicar su consumo, el tráfico y la violencia producida por sus agentes.

La Cámara de Diputados, medios informativos como Expansión CNN, numerosos analistas y cantidad infinita de blogueros coincidieron en la necesidad de legalizar las drogas –por lo menos la mariguana.

Washington, empezando por su flamante presidente, se opuso a esa posibilidad. Poco antes de partir para México, Obama ya había dado una respuesta negativa al planteamiento de Calderón, que se limitó a escuchar complaciente, tanto de él como antes de su secretaria de Estado, Hillary Clinton, el discurso apaciguador de la corresponsabilidad, la valentía del gobierno mexicano y la inauguración de una nueva era en las relaciones bilaterales México-Estados Unidos. Y a esperar la llegada de los helicópteros Black Hawk y demás ayuda estadunidense.

La pregunta es obligada. ¿De qué se trata?

Robert McCutcheon III es un funcionario del Departamento de Estado que conoce bien los pormenores del narcotráfico. En un castellano fluido se dirige al grupo de maestros y alumnos que visitan esa dependencia y responde a la pregunta de por qué en México hay violencia entre los cárteles de la droga y no la hay en Estados Unidos, cuando se trata de las mismas organizaciones de origen mexicano que ya dominan el mercado de las drogas en las más importantes ciudades del país vecino. Es que al momento de llegar la droga entra a la tienda, dice, implicando que allá el narcotráfico adquiere otro estatus por su sola venta al menudeo.

No es una discusión, y por ello esa respuesta genera, off the record, otras preguntas: ¿cómo pasa la droga de México a Estados Unidos?, ¿es a través de un tráfico hormiga que implica a millones de individuos llevando consigo uno o dos gramos de cocaína?, ¿no existe una central de abasto y luego unas unidades de medio mayoreo antes de llegar a los vendedores al menudeo y al consumidor final? Los jefes y operadores del narcotráfico en Estados Unidos, ¿carecen de armas o bien, al menos, se sabe dónde las compran? ¿Hay un efectivo combate allí a los agentes de tal actividad criminal? Por otro lado, ¿hay una campaña permanente en contra del tráfico y consumo de drogas? Si se puede juzgar la realidad a través de lo que la prensa informa, en Estados Unidos el tema del narcotráfico no es periodístico; su realidad, pues, pertenece al éter.

A juicio del gobierno estadunidense –juicio que no puede menos que compartirse–, las estrategias antinarco del gobierno mexicano han fracasado. Por esta razón, Washington, por conducto de sus expertos (¿les parece bien que sea a través del Centro Conjunto de Implementación?), nos ayudará a revertir tan malhadada circunstancia. Aquí se cuela otra pregunta: ¿puede nadie enseñar lo que no practica?

Estados Unidos no finiquita aún una guerra cuando ya prepara otras bajo el manto sagrado de su seguridad nacional de orden planetario. Desde la de Vietnam ha quedado claro que el mayor percutor del consumo de drogas en territorio estadunidense es la guerra.

Así que, por un lado, no hay disposición para legalizar el comercio de drogas; por el otro, tampoco la hay, como ya lo han dicho voces militares y civiles del gobierno estadunidense, para controlar la producción y la venta de armas (en cuanto al tráfico de éstas hacia México, se hará lo que se pueda).

Imposible establecer ese control a partir de actos legislativos en un Congreso donde al menos una cuarta parte de sus integrantes tiene vínculos con la industria bélica. Es una oportunidad de negocio. De acuerdo con los cálculos que hace Sergio Aguayo Quezada (México. Todas las cifras, 2008), el narcotráfico significa 20 mil millones de dólares y la compraventa de armas 9 mil millones de dólares al año.

De lo que se trata, entonces, para responder a mi propia pregunta, es de que Estados Unidos incremente la producción bélica haciendo la guerra, disparando en consecuencia el consumo de drogas y simulando combatir a quienes compran armas, así sean los malos de la narcohistoria, y adquiriendo, a su vez, más armas y equipo para crear planes Colombia e iniciativas Mérida, y sujetar como resultado de todo ello a los países destinatarios de su política de seguridad nacional.

No hay nadie, pues, que se interese, realmente, ni por abatir el consumo de enervantes ni por legalizar la producción y el uso de aquellos que menos efectos adictivos pueden causar (como el cannabis). Narcos, políticos, militares y productores de armamento prefieren mantener el tráfico de drogas –in toto– en la clandestinidad: con ello se logra elevar su precio y el de las armas. Olvidemos cualquier control sanitario y fiscal de, por lo menos, ciertas drogas.

Conclusión: adiós a la esperanza; paso al espejismo y la morgue.