ucho se ha escrito, se ha dicho y se ha manoseado en torno a la contingencia médica que ha trastornado la vida económica y social del país durante los últimos días, lo que seguramente traerá consecuencias importantes en el futuro –aunque no necesariamente negativas–, y digo esto recordando los sismos de 1985, con todo y la respuesta civil de solidaridad que se dio en esos días de tragedia, que terminó siendo un golpe irreversible para el estilo de gobierno autoritario y vertical que habíamos padecido por largos años. Lo que sucedió en 1988, y luego en 2000, no podría entenderse sin 1985.
Claro que ahora la situación es diferente; el pueblo que en 1985 salió a la calle de manera espontánea, a ofrecer su apoyo a los heridos, a los que habían perdido su hogar, a los que necesitaban ayuda, haciendo resaltar la pequeñez y la incapacidad de aquel gobierno para enfrentar la tragedia y sus propias responsabilidades, hoy se quedó en sus casas, sin saber qué hacer ante las noticias alarmantes que la televisión, los diarios e Internet propagaban.
Las desafortunadas declaraciones del Presidente de la República, de que se trataba de una enfermedad mortal e incurable, acompañada de la información oficial que hablaba de centenas de infectados y decenas de muertos, tuvo un impacto sin precedente entre la población que, presa de pánico, acudió a los centros comerciales a comprar víveres para encerrarse en sus casas y poder resistir una cuarentena que se preveía como paso siguiente. Las fotos y videos de personas que paseaban por el centro de la ciudad un santo que en el siglo XVII había ayudado a combatir las epidemias de peste, recorrieron en minutos el territorio nacional y luego el mundo, evocando el terror a lo desconocido y a la muerte misma, pero también mostrando la triste realidad del México actual.
El fenómeno de la desinformación cundió a la velocidad de las comunicaciones modernas. Decenas de mensajes, interpretaciones y supuestos razonamientos circularon con profusión inédita por Internet. Se trataba, dijo alguien, de un shock para esconder cosas feas que el gobierno estaba haciendo a espaldas de la población; aprobar leyes para crear un Estado policiaco, decían otros; contratar nuevas deudas externas que dejarían arruinado al país por décadas, comentaba alguien más; acallar los escándalos en torno a funcionarios del círculo inmediato del poder; acatar órdenes dictadas por Obama en un viaje reciente, etcétera, todo ello sin mayores pruebas. Era la imaginación y el producto del enojo colectivo de quienes de una manera o de otra se han sentido víctimas de los engaños, los desmanes y la corrupción que sigue privando en el gobierno, de sus compromisos ocultos con los círculos del dinero y con intereses extranacionales. Quizás algo pueda haber de cierto en algunos de esos mensajes.
Aunque carezco también de pruebas, mi impresión es que todo esto es el resultado de algo bastante más simple pero grave: de la ignorancia, la ineptitud y la irresponsabilidad de quienes nos gobiernan. Como digo, no tengo pruebas, no por lo menos en torno al caso en discusión, pero sí una ligera intuición, producto de mi experiencia personal. Resulta que soy hijo de un médico que dedicó su vida a la epidemiología, en tiempos en los que una epidemia podía significar la muerte o tener consecuencias de por vida, de incapacidades como la ceguera o la parálisis corporal, en miles de hombres y niños de todo el país. Cuando esto sucedía, mi padre dejaba la casa y desaparecía por meses, visitando pueblos y recorriendo la sierra para vacunar e informar a los hombres y las mujeres, de los cuidados que debían tener para prevenir y combatir la enfermedad. Eran otros tiempos, en ellos nuestro país era reconocido y respetado como una potencia mundial en materia de prevención de enfermedades transmisibles; el primero, por ejemplo, en erradicar la viruela, que nos había llegado con los primeros españoles que vinieron a conquistarnos. Tiempos en que ni se sacaban santos a la calle como medida de protección, ni el pánico paralizaba a la sociedad. Cuando en la escuela se detectaba un caso de poliomielitis, todos sabíamos lo que se tenía que hacer.
Desde luego todo esto no era una situación fortuita, sino el resultado de muchos esfuerzos, de conocimientos, de mucha pasión y también de visión y apoyo de los gobernantes, que tenían muy claro lo que una enfermedad contagiosa podía significar y sabían que los riegos no eran tan lejanos. Después, todo esto se perdió: la ciencia y la investigación de los problemas reales dejaron de ser importantes, que todo eso lo hicieran los hombres blancos, el Instituto (de investigación) de Enfermedades Tropicales fue liquidado, y la experiencia acumulada echada por la borda y olvidada. Los secretarios de Salud dejaron de ser especialistas en la prevención de enfermedades y su lugar fue ocupado por médicos amigos del presidente en turno, o directores de hospitales y clínicas privadas. Algo similar a lo que pasa en otros sectores e instituciones como las secretarías de Educación y de Comunicaciones –por citar un par de ejemplos–, dirigidas por gente que sabe poco y entiende menos de lo que sucede en los organismos que supuestamente dirigen.
Cuando observé que las cifras que daba la Organización Mundial de la Salud eran totalmente incompatibles con las que ofrecía el gobierno de México, y muy inferiores a éstas, comprendí que nuestra información no era confiable. Por otra parte, el gobierno de Estados Unidos, cuya capacidad de respuesta ante emergencias se puede observar y medir en horas, simplemente no parecía dar mayor importancia al problema, lo cual quería decir simple y llanamente que éste no era tan grave como lo veía el gobierno mexicano. ¿Cuál podía ser la razón de todo esto?
La respuesta me la dio un reporte del organismo de prevención y control de enfermedades de ese país, publicado por La Jornada el primero de mayo, en su versión en línea, en el que indicaba la existencia de un número significativo de enfermos, a los que se había identificado como portadores del virus, que no presentaban sino síntomas leves; el porcentaje de enfermos que llegaban a niveles de riesgo era tan pequeño como el de otras variedades conocidas de influenza, siendo además tratable con éxito aun en estos casos, siempre y cuando se hiciera con oportunidad y en forma adecuada. Ni todos los muertos y enfermos lo eran de la influenza causada por el virus A/H1N1, ni el gobierno supo ni sospechó nunca de la existencia de otros casos de esta enfermedad, porque no tenía cómo hacerlo.
Lo que ello me significa es que nuestro país, ni contaba con los equipos para identificar el virus, ni tenía los médicos ni la logística para enfrentar con éxito el problema. Aquí quiero dejar claro que no era una incapacidad ante la nueva variante del virus que se presentaba, tampoco la había ante muchos otros virus, no obstante que su existencia se conociera de tiempo atrás; ello habla de ineptitud y de desconocimiento que, como digo, no es exclusiva del sector médico, sino una realidad más o menos generalizada en todo el gobierno, trátese de seguridad, de educación, de agricultura o de comunicaciones. La aparición de esta enfermedad, con toda su carga de tragedia y de deterioro económico, no es sino una lucecita de alarma de algunas de las cosas que hoy pasan en el equipo de gobierno.