a sobrerreacción gubernamental ante la influenza A/H1N1 se explica, en parte, por lo ocurrido en 1985 después del fuerte temblor del 19 de septiembre, pero también por la proximidad de las elecciones para cambiar la Cámara de Diputados y algunos cargos de gobierno en diversas entidades del país. Los dos fenómenos están vinculados.
En 1985 fueron rebasados el gobierno de Miguel de la Madrid y el del jefe del Departamento del Distrito Federal, Ramón Aguirre Velázquez. Ambos mostraron impericia para actuar ante la tragedia y, para colmo, protegieron a responsables señalados de algunos derrumbes importantes, como Carrillo Arenas, entre otros muchos que formaron parte de la enorme e insaciable corrupción relacionada con la construcción urbana.
Esa tragedia no ha sido olvidada, pese a que varias de las asociaciones ciudadanas surgidas entonces ya desaparecieron o fueron absorbidas por las instituciones políticas del sistema, partidos políticos incluidos. Los hechos de hace casi 24 años politizaron a los habitantes del Distrito Federal y, hasta la fecha, éstos parecen inclinarse hacia la izquierda, independientemente de lo que entendamos por la expresión. También conmovieron a buena parte del país y el resultado más visible fue la votación obtenida por el Frente Democrático Nacional y su candidato presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas, tres años después. Que no se le reconociera el triunfo es otra cosa, pero aun así el espurio Salinas de Gortari supo canalizar ese descontento con su Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), que incluyó la cooptación de no pocos opositores izquierdistas de la época. Pronasol fue, entre otras cosas, una utilización de la inercia autogestionaria de la ciudadanía inconforme por las respuestas gubernamentales en 1985. Digamos que Salinas aprovechó ese impulso, y en lugar de oponerle resistencia lo trató de encauzar en apoyo de su gobierno, con relativos éxitos, debe decirse, aunque después se supiera que había sido una verdadera estafa.
La lección del 85 fue aprendida por la llamada clase política del país. En esta ocasión, es decir, ante la amenaza de la influenza de 2009, tanto el gobierno federal como el de la ciudad de México compitieron para demostrar quién tomaba las medidas más drásticas y rápidas para prevenir la expansión de la epidemia. Antes de hacer o mandar hacer estudios sobre el poder destructivo de la enfermedad optaron por encerrar a la gente en su casa y aislar, en la práctica, todos los ambientes posibles de contagio (que no las ciudades) y, en fin, todo lo que ya sabemos. Las repercusiones de sus medidas, más alarmistas que consecuentes con los grados de peligro real, resultaron ser –mientras no se demuestre lo contrario– más graves que la propia enfermedad. Convirtieron a México en un país señalado mundialmente como un peligro para la humanidad (a tal extremo que Calderón se siente casi el salvador de ésta), a los mexicanos en equivalentes a transmisores de la peste (apestados, pues), lesionaron la economía, sobre todo la del Distrito Federal y ahora están tratando de salvarla con inyecciones de capital que, a no dudarlo, beneficiará, como siempre ha ocurrido, a unos pero no a todos los afectados. No sólo restaurantes, bares, etcétera, fueron lesionados en buena medida, sino también el turismo, que, para la economía mexicana, no es de poca monta. Y, por si no hubiera sido suficiente, dichas medidas excesivas se dieron en el contexto de una de las peores crisis económicas que ha tenido el mundo y que ha afectado a México también con cierre de empresas, incremento del desempleo, y muchas calamidades más.
Los gobiernos mencionados quisieron remontar el síndrome de 1985 y se volaron la barda, como se dice en el beisbol, aunque no podamos comprobar con hechos qué hubiera pasado si no hubieran hecho todo lo que hicieron. El único dato duro con el que contamos fue que el 6 de mayo ya habría pasado el peligro más amenazante, como por decreto, aunque el número de muertos (dolorosos sí, pero insignificantes estadísticamente) siga en aumento y muy por encima de los habidos en Estados Unidos donde los enfermos son muchos más que en nuestro país. Y aquí, en este punto, hubo otra revelación: nuestros sistemas de salud pública, castigados como nunca por los gobiernos neoliberales, especialmente por los panistas, demostraron ser insuficientes en todos sentidos, especialmente para atender a la población más vulnerable, es decir, a los pobres mal alimentados y sin recursos para atenderse en hospitales privados. El mismo secretario de Salud tuvo que reconocerlo. (Los dos mexicanos muertos en Estados Unidos, debe recordarse, portaban enfermedades prexistentes cuando fueron hospitalizados allá.)
La competencia entre los gobiernos del Distrito Federal y el federal, por cuanto a la radicalidad de las medidas adoptadas contra la influenza, fue para que no ocurriera lo mismo que en 1988 (por 1985), guardando las proporciones debidas: que ganara la oposición por haberse quedado pasmados ante una grave contingencia. El problema es que quizá, como dijera el filósofo, el tiro les puede salir por la culata.
La lección del 85 fue que la pasividad y la impericia gubernamentales no pagan electoralmente. La de 2009 puede ser que las sobrerreacciones de los gobernantes tampoco. Aunque quede la duda sobre el acierto de las medidas, el hecho es que los mexicanos nos hemos tenido que acostumbrar a la desconfianza. Y ésta importa a la hora de votar.