espués de dar cabizbaja y pasmada un par de vueltas alrededor de la mesa en busca de no sabría decir qué, si orientación o consuelo, se me presentó en la mente, a manera de respuesta no solicitada a muchas de mis preguntas, el recuerdo de los monjes copistas, de la labor del copista, tan característica como una de las actividades históricamente más destacas de las diferentes órdenes de monjes, tan esencial para la preservación del conocimiento y su difusión, como la actividad del monje traductor.
Si es cierto que el afán de registrar el conocimiento empezó a través de las imágenes gráficas, también es cierto que el lenguaje no habría prosperado si no se hubiera empezado a recoger en palabras, y las palabras están compuestas de letras, y las letras son imágenes, y las imágenes son conceptos, y los conceptos se transmiten mediante el lenguaje, oral o escrito, pero con el fin evidente de comunicar, transmitir y, de algún modo, también preservar. Las palabras orales vuelan, pero las palabras escritas permanecen. O ésta es la aspiración.
Sin embargo, una cosa es ser el autor de un texto, y otra es ser el copista, el transcriptor de ese mismo texto, el escriba, amanuense o pendolista. A pesar de lo que pudiera suponerse, no todos los monjes copistas eran alfabetizados, no todos sabían leer y escribir. Pero estas carencias, por graves que fueran, no hacían a aquellos monjes ser malos copistas. En este sentido, su caso se parece al de los linotipistas, tipógrafos o impresores, o al de los mecanógrafos o, por estas fechas, a sus equivalentes que, en lenguaje informático, me parece que serían los capturistas, pero que se equivocaban o se equivocan menos cuando trabajaban o trabajan con textos en idiomas que les fueran o les sean ajenos. Y esto es así porque, a falta de contar con el sentido que las letras, palabras o frases que las imágenes representan, atienden más o ven mejor las imágenes mismas y, al copiarlas les son más fieles, las imitan mejor si están vacías de otro sentido que el visual, que el de imagen, que el de forma. Las trasladan con mayor fidelidad si son únicamente forma sin fondo.
Los monjes copistas, que no necesariamente sabían leer y escribir, cultivaban la caligrafía y la ilustración en calidad de arte. Se proponían embellecer el ambiente o, más preciso, la realidad, con la presencia de esta obra de arte que eran los manuscritos, algo bello que antes no estaba ahí, y que después ya estuvo ahí. Cuando ve arte, lo contempla, lo oye, lo palpa, casi lo olfatea y lo saborea, exclama para sus adentros cómo existió el mundo en armonía mientras esta belleza no estaba ahí para adornarlo.
Aquellos monjes, probablemente analfabetos, pero quizá, en compensación, mucho más conscientes de la validez y la importancia de otros valores, empezaban por elaborar ellos mismos los pergaminos sobre los que posteriormente caligrafiarían e ilustrarían los manuscritos. Pulían el material vegetal de que están hechos los pergaminos, pasaban sobre ellos un cuchillo o piedra pómez, preparaban su campo de acción, su soporte para escribir, el recipiente de su arte de calígrafos e ilustradores. En la actualidad, su trabajo equivaldría al de todo un equipo de artesanos o artistas que incluiría a un calígrafo, a un diseñador, a un pintor, a un ilustrador.
Los copistas y los iluminadores, que no por fuerza eran el mismo, eran artistas especializados. Poseían el talento, artístico y doctrinal, que se esperaba de su actividad. Los alfabetizados podían escribir al dictado, los otros, copiaban. Aún a otros les correspondía ilustrar o adornar. La tarea de estos monjes consistía en reproducir los libros, pero haciéndolo con voluntad de estilo. No en balde se encargaban, asimismo, de dibujar miniaturas o, por otra parte, de identificarlas o añadirles alguna leyenda con caligrafía también delicada y finísima, de modo que el texto se confundiera con un trazo más del dibujo.
Comoquiera que sea, Gutenberg transformó el valor que estos manuscritos aseguraban, al remplazarlos con la igualmente valiosa posibilidad de realizar tiradas de múltiples ejemplares de libros, de facilitar el acceso a un mayor número de personas en todo el mundo al saber escrito, con las evoluciones trascendentales que esto significó para la política, las ciencias, las artes, la técnica y las humanidades o, en síntesis, la civilización.