Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Industria del desaliento
Y

al presenciar las guerras de fango (seguramente real, en su mayor parte) en las que está enfrascada la clase política, uno se pregunta si es que ésta se ha quedado sin árbitro que les modere la boca a sus integrantes o si se trata también de una campaña de posicionamiento y de imagen destinada a sembrar en la ciudadanía una percepción precisa: el asco.

Vamos a ver: cuando los propios protagonistas del quehacer institucional confirman que éste sirve para maldita la cosa porque la impunidad es más importante que el país, porque el cinismo es el lubricante básico del aparato del poder y porque la inmoralidad siempre hallará la manera de legalizarse a sí misma, lo lógico es que una buena parte de la gente de la calle –la que no tiene acceso a las oficinas, los restaurantes, los estudios televisivos, los confesionarios o los burdeles donde se toman las decisiones realmente importantes– concluya que creer en las leyes es perder el tiempo, que atenerse a las reglas del juego formal es un autoengaño, que la nación no tiene remedio y que más vale concentrarse en sobrevivir, y hasta en vivir mejor, como afirma el descaro calderonista, y acomodarse en la pequeña corrupción tolerable.

Parece, pues, que con sus guerritas o guerrotas, ex políticos, paleo políticos y para políticos proponen a la población un acuerdo implícito: Ustedes despreocúpense, que esto no tiene remedio. Háganle como puedan para salir adelante y no se ensucien de más en esa inmundicia mayor que es la vida republicana; déjennos hacernos ricos en ella que nosotros, a cambio, nos encargaremos (al fin que ya estamos batidísimos) de gestionar la sordidez y la mierda.

El escándalo político como industria del desaliento ciudadano es una hipótesis ineludible cuando se asiste a un fuego cruzado con proyectiles de gran calibre como los que vemos pasar sobre nuestras cabezas, por ejemplo, en el reciente duelo de artillería que sostuvieron, entre Coyoacán y Tlalpan, el demente y el delincuente, como se calificaron ellos mismos. Y más, si se considera que estas vistosas escaramuzas tienen lugar a cosa de un mes de las próximas elecciones, a las que ya desde antes se les auguraba una participación ciudadana más bien raquítica. Ustedes votaron por mí, y ya ven; luego les impuse a aquél, después sufragaron por un monito que quién sabe cómo se llamaba; a continuación se ilusionaron con el alto vacío y por último les enjaretaron un segundo espurio; para colmo, ya han visto lo fácil que nos resulta comprar dirigencias enteras en los partidos de oposición; así que hagan sus cuentas y pregúntense: ¿para qué se molestan en votar? Mejor quédense en casita y vean los resultados en el Canal de las Estrellas que sería, cómo creen, incapaz de mentirles.

Tal vez los surtidores sucios que vemos brotar por todas partes y los infortunados desencuentros declarativos entre los señores licenciados constituyan, en alguna medida, un intento del cártel que ocupa el poder por culminar la expropiación a su favor de la vida pública, es decir, lograr que el legítimo propietario de ésta, el pueblo, renuncie en definitiva a ejercer sus derechos cívicos y se diga: ¿De qué me sirve a mí este cochinero?

Por si las moscas (es un decir, que las moscas están allí, y son muchas), y así fuera sólo para no hacerle demasiado fácil el trabajo a quienes han venido expropiando todo lo demás, es deseable y necesario informarse, decidir y votar. Ahora más que nunca, el sufragio es una forma de resistencia ante la inmoralidad legalizada de la clase política.