espués de presenciar lo ocurrido durante las recientes semanas, incluidas las expresiones en torno a las contingencias, las discusiones en el Congreso y las declaraciones del ex presidente aquel de la renovación moral, me siento lleno de optimismo, pensando que hoy quizás como nunca vivimos en un país absolutamente carente de futuro. Seguro piensan que se trata de humor ácido o de una broma de mal gusto, pero no es el caso. Si terminan de leer este artículo coincidirán conmigo tanto en lo referente a que el país no tiene futuro (en su concepción actual) como en lo que ello implica.
En relación a la primera afirmación, creo que resultan evidentes varias cosas; una es que no sólo cada gobierno es más malo, corrupto e inepto que el anterior. Esto ya no es coincidencia, sino tendencia matemática totalmente predecible; no importa qué tan malo sea el gobierno que padecemos, no importa qué tanto nos quede claro que el presidente y sus colaboradores trabajen para intereses extranjeros, que no tengan capacidad ni voluntad para enfrentar determinados problemas, que no cuentan con un proyecto de país que permita vislumbrar mejoras; de todas maneras, el nuevo gobierno representará no sólo más de lo mismo, sino el siguiente paso en la única dirección posible: el abismo. Si midiéramos la salud del país en término de los escándalos que se suscitan entre las elites del sistema y las cuantificáramos en una gráfica, la tendencia nos indicaría el grado de descomposición política a la que estamos llegando. El nivel mismo del cinismo y de falta de valores, de respeto y de lealtad, que hoy priva en los círculos del poder, es otro indicador de que los tiempos se están terminando para este esquema de país en el que hoy vivimos.
Cuando era pequeño, aprendí en la escuela que México tenía la forma de cuerno de la abundancia, pero no era sólo la forma, era la esencia: un país rico en recursos y con un patrimonio histórico extraordinario. Recuerdo incluso una caricatura de Abel Quesada en la que afirmaba que para equilibrar la riqueza de ese territorio, Dios había puesto allí a los mexicanos.
Pero todo aquello que nos enseñaban tenía su contraparte, visible en las obras de infraestructura que se construían; allí estuvo primero Ciudad Universitaria, luego los grandes hospitales del Seguro Social, las fotos de las grandes hidroeléctricas que generaban la energía necesaria para el desarrollo, las nuevas universidades y los tecnológicos. Después las cosas cambiaron y nos empezaron a decir que el dinero no alcanzaba, al mismo tiempo que los fenómenos de acumulación de dinero y enriquecimiento de unos pocos se hacía visible. Es difícil entender cómo un país tan rico como el nuestro pueda tener una población tan pobre si no es por la presencia de esos supermillonarios.
Si pudiéramos hacer gráficas que indicaran el auge de la delincuencia durante los 30 últimos años, del empobrecimiento, del estancamiento económico, de la incapacidad gubernamental, de la corrupción en los grupos en el poder, seguramente veríamos una coincidencia casi perfecta entre todas estas variables, o usando términos más técnicos, una alta correlación entre todas, pero al mismo tiempo observaríamos también que muchas de ellas muestran tendencias muy claras a rebasar los límites de lo posible.
Otros elementos adicionales nos indican que hace tiempo cruzamos la línea del no retorno; luego del fraude colosal de 1988, se clamó por la instalación de la democracia en el país. La lucha fue total, sin escatimar esfuerzos, y lo que resultó fue un nuevo Frankenstein, conocido hoy como el instituto del fraude electoral, con un presupuesto multimillonario que ha hecho de los procesos electorales uno de los negocios más atractivos del país. Con esto doy un ejemplo entre muchos de cómo incluso las más claras demandas sociales terminan pudriéndose en poco tiempo, acrecentando los procesos de descomposición nacional.
Los desequilibrios a los que hemos llegado como producto de acciones irresponsables y de falta de visión de los gobernantes hacen muy difícil que se puedan buscar soluciones dentro del esquema actual del país, en el que, por ejemplo, la lideresa del sector magisterial tiene hoy más poder que cualquiera de los gobernadores y de muchos de los secretarios, en el que los bancos extranjeros utilizan las leyes mexicanas para limpiarse los zapatos, en el que los capos de la droga pongan gobernantes a su gusto y se alojen en los reclusorios como si fueran hoteles de paso.
Si todo esto no nos indica que estamos llegando al fin de un modelo totalmente agotado de nación, les invito a detenerse un momento a pensar en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y como fue que se colapsó en semanas. No faltará quien diga que aquí no somos comunistas y, por tanto, que eso no puede pasar; sin embargo, su fin habría sido el mismo con cualquier otro sistema político de carácter centralista (planificación central era el término usado por los rusos). Creo que lo que allí sucedió es que el gobierno le había quedado pequeño, muy pequeño, a un país demasiado grande y complejo, exactamente como está sucediendo en el nuestro, en el que los gobernantes son incapaces de entender la grandeza tanto de nuestro país como de sus problemas, sumidos ellos en sus intrigas, en sus ambiciones personales y en su compulsión de entregar resultados atractivos a sus verdaderos patrones.
Pensar en un nuevo modelo de nación, en un país enteramente distinto, con una estructura jurídica y administrativa diferente, que nos permita enfrentar y superar los problemas actuales, antes de que sea tarde para ello y nos veamos envueltos en una nueva guerra social, debiera ser un imperativo. Hoy, como dije al principio de este artículo, me siento optimista porque el horror y el hastío en el que hemos estado viviendo puede crear una nación totalmente diferente; dejemos ya de pensar en remiendos y remedios que sólo nos lleven a continuar sumidos en este modelo agotado de país convertido en un lodazal, para pensar en un nuevo modelo de nación que nos permita salir de esta pesadilla. A discutir este tema dedicaré mis próximos artículos.