n los próximos días, la Suprema Corte de Justicia de la Nación tendrá la oportunidad de mostrarnos si está dispuesta a hacer algo para rescatar los restos de su autoridad moral del basurero al que ella misma los ha arrojado o, si habiendo perdido toda sensibilidad no sólo moral, sino también social y política, va a seguir descendiendo por el tobogán de la indignidad, en el que se ha encarrilado con su actuación –o no actuación– en los casos de Lydia Cacho y el góber precioso, y de las represiones anticonstitucionales en Atenco y Oaxaca (caso de la APPO), a las que ha dado la espalda para no ver.
El nuevo caso que está bajo la atención de la Corte es el de los paramilitares encarcelados por la masacre de Acteal. El nuevo oprobio que podrían añadir sería el de liberarlos por fallas en la argumentación jurídica o por alguna otra chicanada legalista, como la que adujeron los magistrados de un tribunal colegiado para exonerar al ex presidente Echeverría de la matanza de Tlaltelolco, o como las que los mismos ministros han utilizado para considerar no graves
las violaciones de derechos humanos que han analizado o para hacerse de la vista gorda ante el terrible asunto de la red de pederastia que era el núcleo del caso de Lydia Cacho.
Parece muy poco probable que nuestros bien pagados ministros puedan revertir el rumbo de sus recientes actuaciones. Se necesitaría para ello un súbito despertar de la adormecida conciencia de que su función debe ser la de supremos defensores de la justicia y no de la chicanería legal y el formalismo legaloide. Además, el caso de los paramilitares de Acteal parece confeccionado para encajar con sus peores hábitos, como esconderse tras la letra de la ley para no ver el fondo del asunto. Los abogados del CIDE, que han asumido la defensa de los paramilitares, les han puesto la mesa a los ministros de la Corte y bastará un fallo fundado en formalismos para poderse presentar como los justos jueces, defensores de indígenas inocentes, víctimas de un aberrante sistema de justicia que siempre castiga a los pobres sin darles oportunidad de defenderse.
Para darse cuenta de cómo funciona la trampa cuidadosamente preparada, hay que tomar en cuenta lo siguiente:
1. A lo que le ha dado entrada la Corte, tan renuente a considerar que haya casos de violaciones de derechos humanos suficientemente graves como para ocuparse de ellos, no es el caso de la masacre de Acteal. Lo que están considerando es el caso de los paramilitares presos a los que, según sus defensores, se ha violado el derecho constitucional a un proceso penal como marca la ley. Este primer elemento ya es de por sí motivo para cuestionar un sistema de justicia que tiene tales jerarquías de interés.
2. Al plantear así las cosas, los denunciantes y supuestas víctimas no son las víctimas de la masacre, sino los presos que la ejecutaron. Los denunciados son las autoridades, ministeriales o judiciales, que les habrían negado el debido proceso penal. Y las víctimas originales, los masacrados de Acteal y los sobrevivientes, quedan fuera. La sentencia que estarían próximos a pronunciar los ministros se habrá formulado sin siquiera escuchar a los principales agraviados. Por una triquiñuela legal o, si se quiere, por una particularidad del sistema jurídico, los principales afectados no existen para la Corte. Por eso la organización de Las Abejas, que aglutina a víctimas y sobrevivientes, había planeado una visita para exigir ser escuchada por los ministros, pero fue pospuesta por la emergencia de salud en el DF.
3. Más allá de la constitucional división de poderes, que en la práctica con frecuencia no pasa de ser una agradable ficción y que, aun en la teoría, no suprime la unidad del Estado como supremo responsable del respeto de los derechos de sus ciudadanos, lo que tenemos en este caso es al Estado juzgando al Estado. El Estado como supervisor del respeto a las garantías constitucionales (la Corte) juzgando al Estado como impartidor de justicia según esas garantías (ministerios públicos y jueces que han conocido del caso). El Estado tiene elementos de sobra para encontrar culpable al Estado. Pero no será por su complicidad en la masacre (como acusan los sobrevivientes) por lo que será declarado culpable, sino por no haber conducido bien el juicio (lo que en el fondo es –aunque esto no lo dirá la Corte– ser cómplice por encubrimiento).
4. El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba) no se ha cansado de señalar ésa (y otras) culpabilidades del Estado mexicano. Ha denunciado (entre otras múltiples irregularidades del juicio) la dilación de las sentencias, debida a la práctica (que parecería deliberada) de reponer el proceso una y otra vez por insuficiencias del mismo. Pero no es a las denuncias del Frayba a lo que ha dado entrada la Corte, sino a las denuncias de la defensa de los presos. De modo que, al reconocer estas fallas del proceso, la Corte no estaría dando un paso adelante para buscar la justicia plena en el caso Acteal, sino un paso atrás para retroceder en lo poco que se ha avanzado. El Frayba ha dicho que, por la manera de llevar el juicio, se ha bloqueado la investigación de los autores intelectuales de la masacre y que el Estado se ha limitado a castigar algunos autores materiales que sirven como chivos expiatorios. De satisfacer la Corte las pretensiones del CIDE, lo que estaría diciendo sería algo así como: el Estado declara que el Estado es culpable, por tanto sus cómplices pueden salir libres. Al revés de la vieja sentencia jurídica que establece que nadie puede alegar su propia torpeza en su favor, aquí la torpeza procesal del Estado sería la coartada perfecta para liberar a sus cómplices. Como ya lo hizo notar el centro de derechos humanos, la eventual liberación de los presos no significaría que se ha probado su inocencia, sino que, por fallas en el proceso, la Corte consideró que no había elementos suficientes para condenarlos.
Es indispensable ubicar esta cuestión en el contexto de lo que sucede en Chiapas. Como denunció Hermann Bellinghausen el 29 de abril, “con brutalidad judicial y mediática, que no se veía desde la virtual dictadura militar establecida en Chiapas en los gobiernos de Ernesto Zedillo y Roberto Albores Guillén” el gobierno estatal está declarando criminales a los luchadores sociales. Y la Corte declararía virtualmente inocentes a los criminales. ¿Qué mensaje se estaría enviando? Que todo el aparato del Estado se vuelca en favor de sus incondicionales y en contra de sus críticos, sin que le importen la justicia y la verdad, sino sólo los criterios partidistas. Para como andan las cosas, este mensaje entregado al pueblo, con hechos, no con palabras, podría traer consecuencias tales que, en comparación, la actual crisis sanitaria por la influenza parecerá, ahora sí, un mero catarrito.
* Ex miembro del CDH Fray Bartolomé de las Casas y actual colaborador de un proyecto educativo en el municipio de Chenalhó, Chiapas