n medio de un alto índice de abstencionismo, las derechas del Viejo Continente lograron un importante triunfo en las elecciones al Parlamento Europeo, realizadas ayer, y en las cuales las formaciones socialdemócratas, socialistas y de izquierda en general, experimentaron, por su parte, una preocupante derrota, especialmente aguda en Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, España y Polonia. Los únicos tres países en los que se observó una tendencia contraria a la señalada fueron Grecia, Dinamarca y Malta. Especialmente alarmante es el avance de grupos ultraderechistas en Holanda, Rumania y Hungría, y no debe dejar de mencionarse la obtención de eurodiputados por los partidos ambientalistas.
Pese a la importancia de las decisiones y orientaciones de carácter regional que están en juego, los votantes se redujeron a un mínimo histórico (votaron sólo 43 de cada cien ciudadanos inscritos) y, a primera vista, parece un contrasentido que los electorados hayan refrendado o incluso fortalecido a opciones políticas como las que encabezan Silvio Berlusconi, en Italia; Nicolas Sarkozy, en Francia, y Mariano Rajoy, en España (en la oposición), habida cuenta que esas personalidades, o sus entornos partidarios, se han visto envueltos en escándalos de diversa índole. En contraste, los laboristas británicos, aún en el gobierno, fueron sometidos a un despiadado voto de castigo por el escaso electorado que decidió sufragar.
El corolario es inocultable: la altísima abstención favoreció a las derechas y debilitó a las izquierdas. Sin caer en la tentación de convertir este dato en una regla general, el hecho es que la llegada de regímenes progresistas al poder suele ser producto de desbordes de la participación ciudadana que se traducen en altas cifras de votación, mientras que los avances de la derecha se producen, por lo general, en contextos de desánimo democrático.
En el caso de los eurocomicios de ayer, parece ser justamente ese desánimo el factor fundamental. Si hace tres lustros o una década el desencanto ciudadano hacia los partidos y sus candidatos se debía, primordialmente, al corrimiento hacia el centro y a la pérdida de contrastes ideológicos, sociales y económicos que produjo el fin de la guerra fría y la disolución del bloque oriental, hoy en día el desinterés de los votantes parece producido, en primera instancia, por la putrefacción, la frivolidad y el descaro de funcionariatos y estructuras partidistas más interesadas en repartirse las posiciones de poder en juego que en resolver los problemas de las diversas naciones. Actualmente, los políticos acceden a ponerse en contacto con los ciudadanos -que son quienes, en última instancia, los financian, y a los que, en teoría, representan- sólo para solicitarles el sufragio, y después prefieren tratar con las corporaciones y con otros grupos de poder formal o fáctico, legal o ilegal, y el caso más claro de ello es el del magnate Berlusconi, devenido dueño y señor de Italia y de sus instituciones, convertidas en poco más que instrumentos de impunidad para Il Cavaliere y sus socios en negocios turbios.
Esta fatiga electoral que ayer se expresó en Europa con toda su crudeza, puede verse en México con cierta familiaridad: en el momento actual, ante las campañas de lodo que protagonizan los partidos, una vez comprobada la falta de diferencias sustanciales en las formas de gobernar de tricolores y blanquiazules, y frente a la descomposición generalizada que afecta a los partidos políticos, diversos sectores promueven el voto en blanco, el voto nulo o la abstención simple, como si se tratara de maneras eficaces de expresar repudio o, al menos, desaprobación, hacia los tremedales a los que ha sido conducida la vida republicana del país.
Tales campañas encuentran, por supuesto, un terreno fértil ante el justificadísimo hartazgo de los ciudadanos frente a la clase política en general, por más que no resuelvan el asunto esencial: la ausencia de electores en las urnas, por sí misma, no va a cambiar en nada las desviaciones y miserias de la democracia formal; en el país real y con la institucionalidad vigente, la transformación y el saneamiento de la vida política sólo pueden provenir, en cambio, del sufragio consciente, informado y multitudinario.