Opinión
Ver día anteriorDomingo 14 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Invertir en educación
L

as advertencias lanzadas el pasado viernes por el Partido de la Revolución Democrática en el Congreso de la Unión, en el sentido de que el gobierno federal prevé la disminución de los recursos destinados a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y al conjunto de las instituciones públicas de educación superior, obligan a ponderar la importancia que tiene para un país como el nuestro la inversión pública en el gasto destinado a la enseñanza.

A nadie es ajeno que las dificultades económicas por las que atraviesa la nación demandan, hoy más que nunca, una racionalización de la inversión pública. Si a esta consideración se añaden las inercias ideológicas del grupo que detenta el poder, que lo han llevado a aplicar durante los últimos años una política de acoso presupuestario en contra de las instituciones universitarias a cargo del Estado, la tentación es, entonces, insoslayable: la disminución adicional del dinero destinado a las universidades públicas y la exclusión, por consiguiente, de los estudiantes de escasos recursos –que son la gran mayoría– de los ciclos de educación superior.

En la circunstancia presente, sin embargo, más que no gastar, se requiere que las oficinas del gobierno lo hagan con pulcritud, transparencia y visión de país, y que cada peso que salga de las arcas públicas sea destinado a objetivos precisos, de conformidad con las necesidades de la población. En ese sentido, resultaría mucho más útil –y sería mucho más presentable de cara a la sociedad– que en vez de retirar recursos a la educación pública los encargados del manejo de esos fondos se dispusieran a abandonar de una vez por todas la frivolidad e insensibilidad social con que se conducen y recortar los desproporcionados salarios y las prestaciones principescas de los altos funcionarios de la administración. Asimismo, que las autoridades debieran corregir los rezagos y los vicios que campean en el manejo del gasto a cargo del gobierno y que se traducen, entre otras cosas, en un subejercicio constante de recursos públicos, que es particularmente preocupante en el ámbito educativo.

Es obligado reiterar que la mejor inversión que un país puede hacer, en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, es en educación: es en el incentivo de ese rubro que una nación puede asegurar su desarrollo; facilitar su inserción exitosa en la denominada economía del conocimiento, y acrecentar, a fin de cuentas, su competitividad. Por añadidura, en una coyuntura como la presente, estas consideraciones cobran peso adicional: la crisis ha reducido las perspectivas que servían hasta ahora como válvulas de escape para la economía nacional –como son los precios internacionales del crudo y las remesas procedentes de Estados Unidos– y es impostergable que el gobierno reoriente sus prioridades y recursos hacia los sectores que aseguren la viabilidad del país, como es el educativo.

No puede olvidarse, por lo demás, que la economía nacional es actualmente castigada por la superposición de una triple crisis: la estructural, la causada por los descalabros financieros mundiales, y la derivada de la emergencia sanitaria que aún no concluye del todo y que, según estimaciones del propio gobierno federal, tendrá un impacto desfavorable que equivale a 0.5 por ciento del producto interno bruto (PIB). Al respecto, es significativo lo dicho en mayo pasado por el rector de la UNAM, José Narro, en el sentido de que las pérdidas por el brote de influenza son mayores a la inversión federal en ciencia y educación, que asciende a 0.4 por ciento del PIB: es de suponer, a la luz de estos datos, que la crisis sanitaria hubiese tenido menores impactos en la salud de la población y en la economía del país si se hubiese destinado más recursos a la educación y la investigación científica.

Esta misma semana el Congreso de la Unión elogió la labor de la UNAM y valoró el meritorio reconocimiento otorgado a la institución por el Estado español. Los legisladores deben, pues, en un acto de mínima congruencia, evitar a toda costa que los recursos de esa casa de estudios –así como los del resto de las universidades públicas– sean recortados. El país no avanzará en la medida en que sus centros de educación pública en todos los niveles no sean sujetos a un proceso de dignificación presupuestal en función de sus necesidades y las de la nación.