o sé si en todo el mundo la placa o matrícula de un coche muestre que es rentado, pero en Europa así es, y la del Seat rojo en el que el otoño pasado regresamos de los Alpes a Barcelona lo indicaba.
Debido a un contratiempo menor, pero molesto, al amanecer dejamos como prófugos la pensión en la que pasamos una noche bávara. Entre otras razones, nuestra partida fue de madrugada para poder entregar en buen horario el auto a la agencia catalana. Queríamos evitar dejarlo en el estacionamiento debajo de la Catedral, aun cuando se ubicara de veras cerca de nuestra casa, en el barrio viejo. Pero no bien arrancamos, oímos y sentimos cómo se reventaba una llanta, la delantera del lado del copiloto, que era yo, y que tampoco sabía cómo cambiarla por la de repuesto. Así que, aparte de vaciar de la cajuela nuestro equipaje y sacar las herramientas y el neumático extra para hacer el cambio, nos vimos en el aprieto de tener que volver a la recepción del pequeño hotel, que para colmo estaba en la cima de una cuesta pronunciada, y solicitar de frente al administrador que llamara al seguro y requiriera una grúa. La idea era pedirle ayuda al propio hotelero, sólo que de forma indirecta, que, dado el revés desagradable, aunque en realidad insignificante, que habíamos ocasionado la víspera al manchar el mantel durante la cena, nos pareció la más discreta o la menos inconveniente.
Como antes de tomar la carretera debimos pasar al taller mecánico y, aparte, una vez más reacomodar nuestras maletas, el tiempo que al salir temprano pretendimos ganar lo perdimos por estos imprevistos que, a mí, me parecieron ominosos más que simplemente motivos de sospecha, pues no me cabía duda de que la hostelera y su marido hubieran sido los maquinadores y causantes de que se reventara la llanta y nos produjera un trastorno, si mínimo, para ellos apenas suficientemente vengador. Aun así, me propuse hacer del regreso de nuestro largo y, salvo por estos incidentes, más que memorable periplo, un recuerdo más fuerte que las eventualidades negativas que, cuando se nos presentaron, amenazaron con estropearlo. Quería encontrar elementos que atenuaran cualquier malestar que hubiéramos padecido, y que hicieran de antídoto a las malas vibraciones con las que nuestros anfitriones hubieran podido desear despedirnos.
Pero la salida de la región alemana fue tan grata en sí misma que yo no tuve que esforzarme en hacer que se impusiera el paisaje y, en particular, al lado de las gasolineras en el camino, las instalaciones de servicios para el viajero, lugares espectaculares por la abundancia de ofertas, por su eficacia y por su colorido.
El viejo sueño de ser peregrino de oficio o vagabundo con medios, cobró actualidad y me fue difícil desembarazarme de él y enfocar mi vida dentro de la realidad, lo que, al entrar a Barcelona, un vehículo a nuestra izquierda, que a pesar de la velocidad asignada a cada carril disminuía la suya para emparejarse a la nuestra, se empeñaba en señalarnos.
Uno de los dos ocupantes tenía más aspecto de moro que el otro, y ambos bigotudos mostraban con intención los pares de brazos velludos y fornidos que salían de camisas de manga corta. El que no conducía nos indicaba que tomáramos la primera salida, a nuestra derecha. Obedecimos, confiados en que la medida provenía de autoridades de civil que no querían más que corroborar que nuestros papeles de extranjeros estuvieran en orden. Pero al detenernos algo más delante de la salida, ellos nos señalaron que los siguiéramos todavía más adentro. Se detuvieron detrás de una curva, en las orillas de una zona industrial desierta a las, para entonces, ya siete de la tarde. El conductor permaneció ante el volante, pero su compañero, armado, se nos acercó. Me hizo bajar el vidrio de la ventanilla y de mal modo me exigió los pasaportes. No mencionó las licencias de conducir ni los documentos que acreditaran el arrendamiento del auto. Si nuestra sorpresa y agitación se dejaban sentir en el jadeo con que respirábamos y en las respuestas vacilantes con que respondíamos, el efecto se acrecentó cuando el tipo se llevó a la nariz los pasaportes y los husmeó, antes de arrojármelos sobre las piernas y sin decir palabra darnos la espalda y dirigirse a su vehículo en marcha, introducirse en él, dar un portazo y alejarse de prisa.