on el fin de evaluar los alcances de la cumbre del G-20 para paliar la crisis económica mundial y fijar metas para luchar contra el cambio climático, del 8 al 10 de julio tuvo lugar una reunión de los ocho países más industrializados del mundo –G-8– en la ciudad italiana de L’Aquila –devastada por un fuerte terremoto el 6 de abril pasado, que dejó 294 muertos, mil 500 heridos y unas 50 mil personas sin hogar–, en medio de un fuerte dispositivo policiaco y militar por tierra y aire. Cinco países considerados emergentes, entre ellos México, se reunieron en ese mismo lugar un día antes, para definir una postura común en torno al impacto de la crisis económica en el desarrollo, la seguridad alimentaria, la energía y el cambio climático.
Es posible que en estas nuevas cumbres no se hayan tomado en consideración las propuestas de la Conferencia de Alto Nivel sobre la Crisis Financiera y Económica Mundial y su Impacto sobre el Desarrollo, realizada del 24 al 26 de junio en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), recordando que la reunión del G-20 en Londres, en abril pasado, no tomó realmente en cuenta a los países pobres, a pesar de que las naciones desarrolladas sufren también un aumento del desempleo y de la pobreza.
Como informó el 26 de junio Christine von Garnier, de la Red África-Europa Fe y Justicia, del Centro Desarrollo y Civilizaciones-IRFED de Francia, la comisión de la ONU, presidida por José Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, propuso para esta cumbre un consejo económico de la ONU que coordine y regule la gobernanza económica mundial. Avance planetario de la democracia que hace temblar a los países ricos, que no desean nuevas estructuras y prefieren poner vino nuevo en odres viejos agujerados. Propuso igualmente un fondo multilateral especial de ayuda a los países pobres, en un momento en el que las naciones ricas han sido capaces de colocar, como por arte de magia, 10 mil millones de dólares sobre la mesa, para salvar sus bancos y planes económicos. Pide además una refundación del sistema financiero internacional, que incluya la creación de una nueva moneda para salir de la dependencia con relación al dólar.
Sin embargo, sobre esta última propuesta la prensa nos ha ya informado que Alemania, Francia y Canadá, todos miembros del G-8, minimizaron las versiones de que esta cumbre incluiría una discusión cambiaria detallada, a pesar de que el presidente brasileño, país asistente, por ser también integrante del G-5, adelantó que quería explorar la posibilidad de nuevas relaciones comerciales que no dependan del dólar
(La Jornada, 9 de julio, p. 30). Es significativo que los presidentes de las conferencias de obispos católicos de los países del G-8 (Italia, Reino Unido, Japón, Estados Unidos y Rusia, además de los mencionados Alemania, Francia y Canadá) coincidan con los reclamos de la comisión de Stiglitz y señalen que los estados pobres, que son los que menos han contribuido al cambio climático (uno por ciento), son los más expuestos a las graves consecuencias de este fenómeno
. Y que por tanto pidan al G-8 que se les ayude “a adaptarse y a adoptar tecnologías adecuadas para un desarrollo duradero. Proteger al planeta y a los desfavorecidos –expresan– no son dos ideas contradictorias, sino prioridades morales para todas las personas de este mundo”.
Lástima que la prensa nos ha ya informado que el asesor del presidente ruso Dimitri Medvediev ha considerado como inaceptable e inalcanzable
el objetivo de los países del G-8 de reducir a la mitad, antes de 2050, e incluso hasta 80 por ciento, la emisión mundial de gases de efecto invernadero, a pesar de que el presidente Luiz Inacio Lula da Silva lo exigió en nombre de los países pobres.
En este mismo orden de ideas es importante recordar el discurso el 24 de junio del presidente de la Asamblea General de la ONU, al iniciarse la Conferencia de Naciones Unidas sobre el impacto en el desarrollo de la crisis financiera y económica mundial, en el que claramente se hace eco de los planteamientos de Francois Houtart, su representante personal en la comisión de Stiglitz. Para Miguel D’Escoto, también embajador de Nicaragua, la actual crisis económica-financiera es el último resultado de un modo egoísta e irresponsable de vivir, producir, consumir y establecer relaciones entre nosotros y con la naturaleza, que ha implicado una sistemática agresión a la tierra y a sus ecosistemas, así como una profunda disimetría social.
Por ello, a mediano y largo plazos, no son suficientes los controles y las correcciones del modelo vigente; es preciso crear algo que apunte hacia un nuevo paradigma de convivencia social. Ello comporta una nueva visión de nuestro ser en el mundo y de la forma de interrelacionarnos, como fundamento de una nueva ética y política globalizadas, que tengan por objeto el bien común de la tierra y de la humanidad. Para ello es indispensable la utilización sostenible y responsable de los escasos recursos naturales; devolverle a la economía su debido lugar en el conjunto de la sociedad; generalizar la democracia a todas las relaciones sociales y a todas las instituciones; forjar un ethos mínimo
desde las tradiciones filosóficas y religiosas de los pueblos y el intercambio multicultural, y potenciar una visión espiritual
del mundo que haga justicia a las búsquedas humanas por un sentido trascendente de la vida, la labor creativa de los humanos y nuestro corto tránsito por este pequeño planeta.
Son necesarios los principios éticos del respeto, el cuidado y la responsabilidad por la tierra y los seres humanos, así como la cooperación entre los hombres y la creencia en una Energía de Fondo, que actúa por detrás de todo el universo.