uele olvidarse que la de Reagan y Thatcher fue una revolución que no sólo trastocó las relaciones sociales del capitalismo que emergió de las crisis y la Segunda Guerra, sino también la sensibilidad de las clases medias, en su mayoría trabajadoras, en consonancia con la revuelta
de las elites que con oportunidad nos hablara Christopher Lasch. La demolición del mundo organizado del trabajo asalariado, de sus seguridades y protecciones labradas por la memoria de la gran depresión y la guerra, y expandidas al calor de la guerra fría, constituye un episodio central cuanto olvidado de estas mudanzas, debajo de las cuales estuvo y está la incesante innovación tecnológica y la competencia entre los capitales.
La cultura en tiempos del dinero, del gran dinero
del que nos hablara John Dos Passos, ahora renovado gracias a su liberación de las disciplinas que le impusieran el Nuevo Trato de Roosevelt y luego Bretton Woods, sufrió enormes estragos bajo la forma de una individualización a ultranza y, de manera más específica, de la interiorización del principio de la competencia capitalista sin barreras ni mediaciones en las universidades y centros de investigación, la industria editorial y segmentos considerables de las artes públicas. La revolución capitalista del último cuarto del siglo se tornó sin recato una revolución de los ricos
, como la llamaran los Toffler, y lo que luego ocurrió, con el surgimiento y afirmación del Homo Wall Streetensis, fue la entronización de la alta finanza en primera y última razón de ser del sistema.
Entonces, el sistema empezó a enloquecer y aquí estamos, en medio de la mayor crisis que la organización moderna del capitalismo haya vivido… hasta ahora.
Los gigantes de Wall Street cayeron, pero algunos se levantan ahora con ímpetu y asombrosas ganancias, como ha ocurrido con Goldman Sachs y JP Morgan Chase, y las tribulaciones de la reforma estructural del golem financiero americano empiezan a verse con claridad en los intentos por cortarle las uñas al proyecto Obama y por asegurar una vuelta al statu quo ante disfrazada de vuelta al futuro
. De ganar este round la clase financiera, como habrá que empezar a reconocerla dado su poder y portentosa capacidad de generar articulaciones y coaliciones, la perspectiva no es buena: el mundo avanzado puede enfilarse por una ruta de desempeños mediocres y episodios espasmódicos, seguidos de nuevas y más destructivas crisis que recogen dislocaciones conocidas pero no atendidas en los mecanismos básicos de la sustentación y reproducción de un capitalismo sin duda transformado, pero aún sometido a la dictadura implacable pero sutil y dispersa del dinero.
Esto y más se juega estos días en Washington y otras capitales y sus ecos nos llegan sin falta pero siempre edulcorados por la interpretación que de ellos hacen los funcionarios responsables de la conducción económica y quienes desde los medios de información de masas deciden lo que es bueno para nuestros oídos, ojos y mente. Por lo pronto, hay que admitir que nuestra presencia en estos preparativos es poco más (¿o menos?) que la de un convidado de piedra, ahora un tanto vapuleado de más por la decisión del socio canadiense de hacer valer su derecho de admisión con más requisitos que los aplicados por el otro socio americano.
Aquellos tiempos fueron de aventura y frenesí y Oliver Stone nos dio Wall Street y tuvimos más de una versión posmoderna del Gran Gatsby. Se acumuló riqueza y el ingenio financiero, ligado con los grandes avances de la física y las matemáticas, retó al destino y las propias reglas fundamentales de la economía moderna, convencido de que el reino de la razón había llegado y el fin de la historia se plasmaba en un presente continuo sin crisis ni sobresaltos mayores.
No en balde el imperio del mal había sido derrotado y caía en pedazos ante los ojos de todos. Pero no ocurrió así con nosotros.
Aquí no hubo gloriosas victorias sino intrigas palaciegas y golpes de timón celebrados por los ecribas a la orden; tampoco tuvimos a Gordon Gecko, como se llamaba Michael Douglas, sino pueriles remedos de piratas que se llevaron los ahorros de unos cuantos ingenuos antes de que Zedillo mandara a parar e internacionalizara la banca, apenas privatizada y ya en ruinas. Pero con esto, con el desembarco, tampoco nos llegó el don de la audacia financiera o la redición del viejo capitalismo financiero con su fusión de la banca y de la industria, sino un sistema bien aceitado de obtención y remisión de beneficios, con cargo directo al consumidor, el ahorrador y la deuda pública.
Lo de allá fue un festín y una bacanal, cuyos costos crecen a diario pero cuyas riquezas, a pesar del descalabro, lograron generar formas de producción e innovación globales que no han sido arrastradas por la caída. Lo de aquí fue, en gran medida, un simulacro subdesarrollado cuyas catástrofes financieras y cambiarias fueron absorbidas por una situación laboral infame, así como por un Estado harapiento que sin pensarlo dos veces dilapidó la renta petrolera y ahora insiste en salvarse con ventas de garaje disfrazadas de competitividad y modernidad.
Lo que no traerá consigo la recuperación tortuosa y larga que nos espera, es el redescubrimiento del autoengaño y del abuso de la fuga hacia delante. Ya no hay escuchas para estos cuentos árabes, porque las noches por acá no son plácidas, y las vías de escape se nos cierran con las visas, la electrificación del muro, la declinación del crudo.
Y todavía hay quien nos alerta contra el regreso inminente del pasado. Tanto viajar para acabar en el centro, pero del fondo, si es que lo hay.