uando surgió la idea de una revolución democrática contra el viejo régimen de partido de Estado, se demandó que lo mismo debería valer el voto de Carlos Slim –uno de los hombres más ricos de México– que el del ciudadano más pobre. Un ciudadano, un voto, debería ser el ladrillo de la nueva democracia y nuestro sistema electoral, y, por tanto, el derecho a votar y ser votado.
Aquella idea que se remonta a 20 años atrás, contraria a calificar un voto o una candidatura por la condición social, lealtad al líder, complicidad o acuerdo faccioso, quedó sepultada en Iztapalapa.
El viejo dedazo priísta, que todos pretendían no ver y se esforzaban en negar, lo utilizó por segunda vez el lopezobradorismo, aquel que se considera presidente legítimo de México
y ahora dice que la imposición abierta es políticamente correcta. Reclamando legitimidad, pretende restaurar el viejo presidencialismo y con excesos se ofrece el retroceso, como la agenda de la izquierda convertida en siniestra.
La primera vez que se hizo presente el dedazo desde la siniestra fue cuando AMLO decidió apoyar abiertamente a un candidato a la presidencia del PRD. Siendo su presidente legítimo
(que gobierna para todos) dijo que si se votaba por Alejandro Encinas se apoyaba su proyecto de nación
; si el voto era para Jesús Ortega, se abrazaba la traición. Pero entonces habría que reclamar a la flaca memoria que el ascenso de Ortega como líder del PRD fue patrocinado directamente por López Obrador, quien lo hizo su compañero de fórmula en 1996, y lo llevó a la secretaría general del partido, cuando entonces Nueva Izquierda no era sino un pequeño grupo más.
En el año 2000, Nueva Izquierda apoyó a Andrés Manuel como precandidato a jefe de Gobierno. Luego, durante la campaña de 2006, AMLO nombró a Jesús Ortega su coordinador en la campaña presidencial. Entonces, ¿por qué no estar por encima de dos de sus cercanos colaboradores? ¿Por qué enfrentar a su propia fuerza y dividirla? ¿Por qué no unificar frente a sus propias contradicciones? Y, lo más escandaloso, ¿por qué no pudo ganarle a Jesús Ortega, si tenía 15 millones de votos ciudadanos en 2006 y más de 2 millones de afiliados a su gobierno legítimo en 2008?
El segundo dedazo, para la vergüenza histórica de la izquierda, se acaba de consumar en Iztapalapa: y se calla. Según el líder y sus fanáticos, todo se justifica por la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y por un acto de la mafia
. La estrategia es responder el golpe con un acto grotesco para así superar el supuesto engaño de los magistrados: para una aberración, otra aberración mayor.
Por un acuerdo oscuro y faccioso con la dirigencia del Partido del Trabajo (PT), mediante el cual ese partido se comprometió con López Obrador a entregarle parte de sus prerrogativas si conseguía el 2 por ciento para mantener su registro, López Obrador encontró la justificación perfecta para desviar votos al PT. La prioridad ya no era hacer conciencia sobre el fin de las instituciones
, sino ir en pos del dinero de ellas; el enemigo ya no es Felipe Calderón, sino el PRD. Lo más radical es achicar al enemigo.
AMLO utilizó la resolución del TEPJF como la mejor manera de saltarse su propia decisión anterior de llamar a votar en el Distrito Federal por el PRD, y en el resto del país por PT y Convergencia, haciendo de los restos electorales de 2006 una rapiña.
En un acto que ruborizaría a Luis XIV, López Obrador preguntó su nombre a Rafael Acosta, Juanito, para exhibirlo, demostrar que no era nadie, sólo un paria con pretensiones ingenuas que existiría fugazmente en la propaganda de un partido marginal. De ser un ciudadano con derechos plenos para votar y ser votado, le asignó el papel de vasallo a su servicio. Ahí lo encumbró y, ahí mismo, como soberano absoluto, lo condenó a entregar el mandato, prestableciendo que el Juanito atolondrado triunfaría por él y entregaría el cargo para depositarlo en quien él había decidido, haciéndolo jurar su renuncia en nombre de la lealtad al líder y no al voto.
Años de luchar por los derechos ciudadanos, ahora convertidos en nada, bajo la ley del absolutismo monárquico de legislar con hechos consumados y abrazados a la ilegalidad, como base de la unidad.
El traspaso del cargo público de Juanito a Clara Brugada es un entuerto ético-electoral que pone a prueba al mismo jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard: si acata, se convierte en el Pascual Ortiz Rubio del callismo, y a los nuevos diputados locales los convierte en representantes no del pueblo que los eligió, sino del absolutismo.
Hoy la izquierda electoral se caracteriza por el desapego y desprecio hacia los principios y la legalidad, y no los respeta nadie en nombre de la unidad. Iztapalapa es el entierro de todo un proceso, el refugio de la mediocridad que lo ha acercado más al fascismo siniestro que a la democracia. Juanito bien vale una balada sobre un proyecto de perversidad política, que en otros tiempos la vieja izquierda llamó el huevo de la serpiente
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