Una vez me puse los guantes con Alain Delon
Otrora en la gloria, Mantequilla Nápoles se resiste a hablar de él: yo ya no existo
Sábado 25 de julio de 2009, p. a36
La lluvia inundó los terrenos donde tendría lugar la pelea entre José Ángel Mantequilla Nápoles y Carlos Monzón. Un sendero de tablas servía de alfombra roja para los asistentes, menos aficionados que esnobs familiarizados con la farándula, quienes acudían al espectacular encuentro que organizó el actor francés Alain Delon, convertido en promotor de boxeo, el 9 de febrero de 1974, en París.
En una precaria carpa las localidades eran simples tablones numerados, porque las sillas se limitaban al área de ringside, lo que daba al montaje un aspecto de circo pobre. Las entradas estaban agotadas y la velada parecía un éxito asegurado, donde abundaba no sólo la porra mexicana y la hinchada de argentinos que querían ver a sus respectivos compatriotas, sino también personajes del espectáculo y la cultura, entre ellos la actriz Brigitte Bardot y el escritor argentino Julio Cortázar, quien escribió un cuento policiaco donde este combate es el telón de fondo, titulado La noche de Mantequilla.
Nápoles estaba en la cima. El peleador nacido en Santiago de Cuba, naturalizado mexicano, se convirtió en leyenda del boxeo mundial y, según versiones, acumuló una fortuna de 50 millones de pesos, tuvo propiedades y toda clase de lujos, algunos negocios, 500 trajes en el clóset, centenas de zapatos de todos los colores... demasiadas joyas. Aún es recordada una pulsera de oro que pesaba un kilo con 100 gramos, adornada por 106 diamantes, de la que presumía: ¡cómo brillaba, chico!
Todo se esfumó. Vieja historia del boxeo: el ascenso y la estrepitosa caída de un ídolo. Hoy, a los 69 años, Mantequilla Nápoles sobrevive de clases que imparte a jóvenes, a quienes cobra 50 pesos semanales, en un destartalado y triste gimnasio en Ciudad Juárez, Chihuahua.
No quiere tocar el tema de su situación actual. Es orgulloso. De hecho, odia hablar con la prensa porque, asegura, lo ha tratado mal, y rehúsa cualquier pregunta.
No, no, no me interesa hablar. No de mí ni de lo que hago. Eso ya pasó, lo que hice ahí quedó... yo ya no existo
, dice tajante durante una estancia reciente en el hotel Geneve, en la Zona Rosa del Distrito Federal.
A punto de marcharse, unos aficionados lo reconocen y le piden autógrafos. Nápoles se deja mimar por el público y reparte firmas en cuanto papel le extienden.
Mientras atiende a sus seguidores, una coincidencia permite retenerlo unos minutos más. A espaldas del ex campeón cubano-mexicano cuelga de un muro una foto de Julio Cortázar, quien alguna vez se hospedó en el mismo hotel.
–Mire, don José Ángel, una foto de Cortázar. Él escribió una historia donde usted es protagonista, ¿lo conoció?
–Mmmm –intenta recordarlo–. Como que se me hace conocido por la barba, pero es que conocí a tanta gente importante.
Después de conseguir el campeonato welter ante el estadunidense Curtis Cokes, Mantequilla adquirió celebridad. Todos querían su compañía y por todas partes lo adulaban.
“Cuando gané el campeonato, el presidente Gustavo Díaz Ordaz me mandó llamar a Los Pinos –narra lleno de orgullo–, y me dijo: ‘escoge: un reloj de oro, dinero o un automóvil último modelo, lo que quieras’, y yo le dije: ‘no, señor, no quiero dinero; todo lo que yo quiero es mi nacionalidad’, e inmediatamente le ordenó al secretario de Gobernación que me ayudaran. Así fue como me dieron mi nacionalidad mexicana”, relata.
Mantequilla fue parte de un éxodo de peleadores que abandonaron Cuba ante el triunfo de la revolución en 1959. Una época única que tuvo momentos de gloria con Ultiminio Ramos, Babe Luis y Manolo Mora, entre otros.
tirábamos muchos golpes y esquivábamos muy bien. Aquí no había nada parecidoFoto Juan Manuel Vázquez
–¿Qué traían ustedes de Cuba que vinieron a revolucionar el boxeo mexicano?
–Teníamos un boxeo distinto al que había aquí. Teníamos otro nivel. Tirábamos muchos golpes y esquivábamos muy bien. Aquí no había nada parecido –explica.
Pocos peleadores tan técnicos y precisos. Era un ajedrecista capaz de acoplarse a cualquier estilo; su trabajo sobre la lona semejaba una coreografía. Era tal su perfección, que algunos decían que Mantequilla era maligno
, porque cometía errores intencionales para engañar a su rival y atraparlo.
–Se dice que usted dejaba que se le acercaran los rivales, e incluso dejaba que le tiraran golpes para sorprenderlos malparados.
–Yo tenía amaestrados todos los golpes. El más malo para todos era que cuando me tiraban el jab con la derecha, yo hacía así –expone mientras mueve lentamente el rostro hacia el hombro derecho para esquivar un golpe imaginario–, el puño pasaba de lado, calculaba y entonces les metía un gancho y un volado, cuando estaban malparados: ‘¡toma, toma, cabrón!’ –remata con violencia a un enemigo invisible.
Por eso, cuenta, empezaron a escasear rivales que pudieran arrebatarle el cinturón, por lo que Nápoles emprendió una aventura que fue considerada una locura en ese tiempo: enfrentar al campeón de los pesos medianos, Carlos Monzón, un peleador mucho más grande y pesado, que estaba causando furor en Europa.
Alain Delon organizó la pelea y el contraste suscitó la suficiente curiosidad y morbo por saber qué ocurriría al enfrentar una pantera contra un elefante.
–¿De quién fue la idea, de usted o de Delon?
–De él, porque tenía peleadores en esa época... ¡ah! –dice como si de pronto tuviera una revelación–. Una vez me puse los guantes con Delon, pero yo no le iba a pegar porque él no es boxeador, sólo le iba a esquivar los golpes, pero me tiró una derecha, me hice a un lado y que le pego un volado a la cara, pero no duro.
No, pues se encabronó y que se me viene encima a patadas y chingadazos; ya no sabía cómo darme
, relata y suelta por primera vez una sonora carcajada.
No hubo sorpresas la noche del 9 de febrero de 1974. Como era de esperarse, Monzón tuvo claras ventajas sobre el pequeño Mantequilla, que pese a la disparidad nunca dejó de ir hacia adelante y de tirar golpes como una máquina que no sufría dolor.
El argentino lo alejaba con facilidad y le asestaba la derecha cada vez que quería, como si lo atacara con un par de garrochas que impedían acercarse al cubano-mexicano, quien tras el castigo ya no salió para el séptimo asalto, evitando así una carnicería innecesaria.
“Pero bueno –interrumpe repentinamente–, todo eso ya se acabó. Eso ya quedó atrás, en el olvido. ¡Ya no tiene caso!”, exclama otra vez de mal humor, como al principio, mientras se levanta como impulsado por un resorte.
Bueno, ya me tengo que ir. Me urge porque no puedo dejar mis asuntos allá en Ciudad Juárez; mis muchachos me están esperando en mi gimnasio. Además, yo ya no quiero seguir hablando, eso pasó hace mucho tiempo; lo que hice, ya quedó atrás
.
–Pero, don Ángel, ¿no quiere recordar su gloria y la grandeza que tuvo?
–No, no, yo no necesito eso, ¿pa’ qué? Si yo... yo ya no existo –escupe molesto, mientras se marcha apresurado, sin voltear a mirar el retrato del escritor que lo inmortalizó en La noche de Mantequilla.