ontra lo que aconseja el dicho popular, habría que estar en los zapatos del Presidente de la República para afrontar con firmeza y determinación la nueva realidad política y económica nacional: la caída del crecimiento, el incremento del desempleo y la nueva mayoría absoluta del PRI en la Cámara de Diputados. Esta situación ciertamente le genera al primer mandatario de la nación el escenario más incómodo de su vida, pero también le ofrece a un político y estadista de ideas y de acción un reto histórico formidable y fascinante, de la mayor dimensión, para pasar a la historia, con un golpe de timón y con una nueva y mejor tripulación.
Las cifras del Banco de México y del Inegi son escalofriantes en cuanto a la caída libre del país y, lo peor, es que no se están aplicando las medidas de emergencia que se requieren, ni siquiera las que como programa contracíclico se anunciaron des- de finales del año pasado para paliar la crisis.
Para colmo, está la ausencia de buenas maneras y de la tolerancia. Abundan los testimonios que señalan lo contrario de parte de algunos de los que ejercen las acciones de gobierno, y de la política propiamente dicha, lo que genera serias preocupaciones entre quienes son actores y tienen la vocación esencial por los asuntos de interés público, pues pareciera que el cansancio y el enojo ha llegado demasiado temprano a los operadores gubernamentales y eso no es saludable para la República.
Como mexicano, siempre he deseado que le vaya muy bien a nuestro país. Nunca he sido partidario, aún como militante de una organización distinta a la que gobierna actualmente, de pugnar porque las cosas le salgan mal a los gobernantes, a fin de que reciban el castigo que merecen y en medio de un ambiente de ese tipo se puedan crear las condiciones que permitan retomar el poder. Eso que podría ser justificado por muchos, a mí me parece perverso, pues al adversario se le ha de vencer en buena lid, en las urnas y sin guerra sucia. Aunque también fue perverso –y hay consenso mayoritario en torno a ello– el que el máximo líder del panismo nacional haya estirado tanto la cuerda –tras bambalinas–, instruyéndole al dirigente formal, Germán Martí- nez, atacar y atacar a los priístas hasta acabar con ellos
, para llevar a los candidatos del PAN al triunfo en los comicios.
Afortunadamente, la malévola estrategia provocó el hartazgo entre la población y, contra lo esperado, generó a los blanquiazules más costos que beneficios y, al final del día, les registró pérdidas de la más alta consideración.
No hay duda y no se puede negar que el 5 de julio pasado, más de 70 por ciento del electorado votó, esencialmente, en contra de cómo llevan las cosas en el país los panistas. Los mexicanos en su mayoría votaron por un cambio, de políticas públicas y de programas de gobierno, lo cual debería implicar cambios en el gabinete presidencial que den pie a la integración de otro más acorde a la nueva realidad, por el bien del país y del propio Presidente de la República, quien es digno de mejores colaboradores –leales sí, pero capaces y brillantes, aunque no sean tan amigos como a él le gusta. Como Diógenes, Felipe Calderón debería buscar a mexicanos verdaderamente de excepción en varias disciplinas –y los hay–, sin importar su militancia partidista, para que lo apoyen al asumir con él los retos presentes y futuros.
No obstante que debe haber excepciones, no parece atinado pensar que con el actual equipo de trabajo el titular del Poder Ejecutivo pueda superar la tormenta y llevar a la nación a buen puerto y con las velas completas
. De allí que las exigencias –de la mayoría abrumadora– en el sentido de realizar cambios en el gabinete sean sensatas, pues las cosas se han vuelto más difíciles y no todos los que son y están pueden seguir con éxito en esa misma categoría.
Es verdad que ya pasó una tempestad, pero fue solamente una y seguramente pronto vendrán otras, y no hay tiempo para esperar o para perder, ansiando que llegue la calma tan socorrida, pues el país no lo tiene de sobra, y menos aún cuando ya ha transcurrido prácticamente la mitad del periodo presidencial y estamos peor que con la nefasta administración foxista, que ya es decir mucho.
En conclusión, es urgente examinar y evaluar políticas, programas, cifras y ejecutores, sin excepción.
Lo que no sirva debe ser desechado y lo que se considere –con objetividad y rigor– que ha dado buenos resultados para el país, pues debe continuar.
Actuar con honradez y con franqueza, junto a la toma de decisiones políticas fundamentales, que impliquen cambios en cuanto al quehacer y a los hacedores, generará nuevas esperanzas en la ciudadanía y buena aceptación hacia el Poder Ejecutivo federal. Sin embargo, para que determinaciones de este rango se lleven a cabo, se deben evitar tropiezos de orden sicológico que tienen que ver con algunas virtudes escasas, como lo son la grandeza de espíritu y la visión de largo aliento, que son suplidas a menudo por la terquedad y a veces por la necedad que suelen envolver a los políticos mediocres en el ejercicio del poder, pues les generan pasiones e idolatrías cuando se coincide con amigos en proyectos y en intereses, sobre todo porque exista afinidad, amistad o empatía, aunque estas características cuenten, pero no sirvan cuando se quiere gobernar, como debe ser el caso, con patriotismo, compromiso social, honradez, rectitud, responsabilidad y ética.
Obsequiemos, pues, zapatos nuevos al Presidente y a los legisladores, para que transiten con éxito los nuevos e interesantes caminos del cambio en México.