l golpe oligárquico-militar en Honduras responde a una estrategia global de la administración Obama-Clinton diseñada para hacer retroceder los avances de gobiernos electos democráticamente y mantener o consolidar el poder imperial en algunas zonas calientes
del orbe. Tal estrategia opera con base en una política de varios carriles, que combina la intervención militar directa (Afganistán, Pakistán, Irak) con operaciones clandestinas de desestabilización (Venezuela, Irán, Honduras, Bolivia, Ecuador) y una diplomacia de doble vía, que busca articular los instrumentos e iniciativas heredados por la administración Bush a Barack Obama.
La asonada clasista en el eslabón más débil en América Latina estuvo dirigida a hacer retroceder al gobierno democrático de Manuel Zelaya para imponer, de facto, un nuevo régimen cliente en el patio trasero del imperio. El golpe pretende reforzar al polo conservador militarizado del Plan Puebla Panamá/Iniciativa Mérida, liderado por México y Colombia. Los avances progresistas en Honduras, Nicaragua y El Salvador complicaban los planes geopolíticos de Washington, que busca conformar una plataforma de intervención en América del Sur, con la mira puesta en los hidrocarburos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, los inmensos recursos de la Amazonia y el Acuífero Guaraní. En ese sentido fue, también, un golpe a la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba).
Para consumar la conspiración, el Departamento de Estado y el Pentágono utilizaron al alto mando militar hondureño, penetrado estructuralmente por los organismos de seguridad e inteligencia de Estados Unidos. El general golpista Romeo Vázquez y el ministro asesor del sátrapa Roberto Micheletti, Billy Joya Améndola, fundador de los escuadrones de la muerte en los años 80, fueron alumnos ejemplares
de la Escuela de las Américas. En la coyuntura, los militares golpistas actuaron como un ejército de ocupación en su propio país. Pero, además, Honduras está ocupada por Estados Unidos, que controla la base militar de Soto Cano (o Palmerola), donde se encuentra la Fuerza de Tarea Conjunta Bravo, compuesta por medio millar de efectivos del Pentágono y equipos avanzados de espionaje e intervención, incluido equipo aéreo de combate HU-60, Black Hawk y CH-47 Chinook.
La base es parte de la red de Puestos de Operaciones de Avanzada (FOL, por sus siglas en inglés) del Pentágono, integrada por Comalapa, en El Salvador; Guantánamo, en Cuba; Aruba y Curazao, y Manta, sobre el Pacífico ecuatoriano. Igual que el presidente Rafael Correa en Ecuador respecto a la base de Manta, Zelaya había anunciado a la Casa Blanca su intención de convertir Soto Cano en un aeropuerto comercial internacional, con financiamiento del Alba y PetroCaribe. En sustitución de Manta, el Pentágono logró que Álvaro Uribe ponga a su servicio sendas bases militares en Palanquero (Cundinamarca), Apiay (Meta) y Malambo (Atlántico), lo que convertirá a Colombia en el Israel de América Latina.
Los halcones del Departamento de Estado y el Pentágono recurrieron, también, a sus viejos vínculos con la primitiva oligarquía hondureña, que controla el Congreso y el Tribunal Supremo, y contaron con la legitimación del cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa. Asistimos, pues, a un golpe cívico-militar de factura estadunidense, con el consenso de los poderes fácticos.
Pero, además, el de Honduras es otro golpe mediático apoyado en una guerra de cuarta generación. Como tal, se consumó y buscó legitimidad a través de medios bajo control monopólico privado. En particular, de los periódicos hondureños La Prensa de San Pedro Sula y El Heraldo de Tegucigalpa, cuyo propietario es Jorge Canahuati, proveedor de armas y medicinas del Estado y dirigente de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), antiguo brazo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desde los tiempos de la guerra fría; el diario La Tribuna de San Pedro Sula, del líder empresarial conservador Carlos Roberto Facussé, ex presidente de Honduras (1988-2002); el diario Tiempo, de Tegucigalpa, que pertenece a Jaime Rosenthal Oliva, empresario, banquero y secretario general del Partido Liberal; la red de canales de televisión de José Rafael Ferrari, y con intereses, también, en radio cadena HRN. Asimismo, el golpe contó con el apoyo de la estadunidense CNN, que desde un primer momento buscó legalizar a los putchistas e incriminar a Zelaya, y de grandes medios latinoamericanos ligados a la SIP.
La estrategia de reversión del clan Clinton y grupos del aparato institucional al servicio del complejo energético militar industrial, que presentan una política de hechos consumados para el aval de Obama, tuvo una pieza clave en el actual embajador en Tegucigalpa, el cubano-estadunidense Hugo Llorens. Vinculado al ex zar de la inteligencia John Dimitri Negroponte, y al ultraconservador Otto Reich, protector de la mafia cubano-estadunidense de Miami, Llorens coordinó la expulsión de Manuel Zelaya. Él mismo integra una red de diplomáticos nombrados en las postrimerías de la administración Bush, todos expertos en operaciones encubiertas y guerra sicológica contra Cuba y Venezuela: Robert Blau en la embajada en San Salvador; Stephen McFarland en Guatemala y Robert Callahan en Managua, Nicaragua.
Con sus ambigüedades formales, Hillary Clinton ha legitimado de hecho al nuevo régimen privatizado de Micheletti y Cia., y por conducto de Óscar Arias, viejo peón de Washington, ha impulsado una negociación-trampa
para darles tiempo a los golpistas de recuperar su poder y desgastar a la heroica resistencia popular hondureña. Obama tendrá que decidirse a etiquetar la asonada como un golpe de Estado, retirando al embajador Llorens y cortando la asistencia de Estados Unidos a Honduras, o seguirá cediendo ante el ala dura del sistema imperial.