a pintura de Picasso –entre otros artistas– le confiere a las corridas de toros un valor simbólico. Un valor que va más allá de los acontecimientos en las plazas. Esas faenas que forjan una fantasía inacabable matizada por una expresión estética, sobre la que el fenómeno estremecedor de la vida-muerte, comunica al que la contempla una corriente sutil y poderosa cargada de imágenes.
Picasso, tan artista como el firmamento en que brillan los fulgores de la inextinguible luz en la ascua dorada del campo bravo, los redondeles de los cosos y las placitas de tienta de las ganaderías. A la vez gusto y perfume. Esencia de la raza expresada en los rostros de las mujeres toreras, a las que rasgó en sus entrañas para percibir grandeza, haciendo de España, una para cada español, que da lugar a otras Españas interminables.
Fue Picasso el que dibujó la casta de los toros vestidos de terciopelo, encendida por la sangre que guarda el tesoro de la luz y se torna fibras de colores miel en las mujeres toreras. Alegría que transforma el dolor en vida, y la crueldad en belleza, al paso del canto de una alegre nota que fue su pintura.
Mundo de ilusión que es el toreo con todas sus secuelas de imágenes y apariencias extraordinarias, tan frenéticas como fantasmales, ampliamente compensadas por el influjo que sobre las dotes de la imaginación dejan huellas no transitorias, sino permanentes: lo bello enplenitud de la naturaleza.