e habla de estados de ánimo
por meter en cintura algo por naturaleza incontrolable y tan definitivo como son las emociones. Todo se estatiza
a nivel de lenguaje y de códigos coercitivos: estado de salud, estado sólido, estado de derecho, estado de cuenta. Por qué no habrían de querer los que mandan en la conciencia colectiva, enmallar, encadenar, o de menos regular (regularizar) los sentimientos y las emociones que producen.
Sobre un puente estaba Anselmo, qué más da cual. Podía ser el del lago de Chapultepec o el Vecchio, donde paseaban los borradores de la Divina comedia. Veía pasar el agua lenta, neutro. Como si no perteneciera a la raza humana y pudiera ser juez.
–Juez –escupió en voz alta ante la ocurrencia, en tono de burla, de ya parece, de no manches. O sea, que ni tan neutro.
Estado bipolar
es como se ha querido sistematizar la tensión extrema de las condiciones anímicas. Se le da connotación clínica, la cual siempre aspira a ser funcional. Más aún que los abogados o los políticos, los médicos se la pasan declarando estados para la gente. ¿O sólo para algo más abstracto: sus enfermedades?
Anselmo sabe, por experiencia, que en los siquiátricos, vulgarmente llamados manicomios, abundan los internos cuyo problema es que están demasiado felices. Han entrado en un estado de inconveniente euforia, la dichosa manía. Anselmo llegó a ver que a varios les quitaban la felicidad con electrochoques. Y funcionaba, quedaban como la tequilera de la canción: lacios-lacios. Hoy se emplean fármacos para lo mismo.
Sabe la medicina científica que es por su bien. O al menos para tranquilizar a quienes rodean a esas personas. Que en cualquier chico rato lo mismo los aqueja el otro polo del estado real de su existencia, la depresión, desde la coloquial y manejable depre
hasta el túnel negro y sin salidas de emergencia donde la bestia horrible tira dentelladas y plantea dudas personales allí donde más le duele al cada quien del caso.
Hay los que ni moverse pueden. Anselmo recuerda a un hombre abandonado por sus hijos, despojado por ellos, tan, tan triste, que se quería tirar por la ventana del quinto piso, que estaba a pocos pasos de él, pero tan, tan cansado, que no podía alcanzarla. También a ese hombre lo aliviaron con electrochoques. Los extremos siempre se juntan.
Pero, ¿no somos todos así? ¿No sospechamos de nuestros estados de felicidad, temerosos de que se trate de evasiones, errores de perspectiva, idealizaciones sin fundamento? ¿No quedamos vencidos por el azote cuando nos viene el pesimismo, casi siempre con sólidas razones? (por eso de que el pesimista es un optimista bien informado
). Todo para que después, ya menos ofuscados, nos riamos, qué bárbaro, qué exagerado, ni que fuera para tanto, nada más me estaba alucinando.
En la felicidad, que es plenitud, aunque se sospeche de ella, la vida piensa por nosotros. En el azote, uno piensa solo.
Anselmo escupió otra vez. En silencio. Vio caer su saliva al agua, mancharla de blanco un segundo y disolverse como la espuma.
¿Nada es real? ¿Todo es real? ¿A cuál de todos los yo del nosotros que compone al uno creerle? ¿A quién queremos? ¿Quién nos quiere? ¿Iré a poder? ¿Hice bien? ¿Hice mal? ¿No hice? ¿Qué demonios estoy haciendo? De un polo al otro, bandazos ágiles como la vida misma nos atarean constantemente.
Así nos pasa a los que hemos conocido la felicidad
, se dice Anselmo, casi satisfecho de haber llegado a algo. La felicidad, todos lo saben, es fugaz. Su naturaleza es llegar, inundarnos y pasar. El resto es la incontable gama de estados de ánimo y sentimientos del gris al gris en que se nos escurren los días, mientras buscamos retener, recordar, elaborar aquella fugacidad deliciosa e incomparable, los castillos de arena de la plenitud.
Con perdón del clásico, la vida no es un sueño, por más que eso quisiéramos para consolar al indómito animal del pecho.
Esta vez, Anselmo se abstuvo de escupir. Sólo suspiró.