El trazo no sólo es hacer algo visible, sino acompañar algo invisible a su destino incalculable
Lunes 10 de agosto de 2009, p. a44
Para Marie-Claude
Estoy dibujando algunos iris que crecen contra la pared sur de una casa. Casi tienen un metro de alto, pero como comienzan a abrir a plenitud, están ligeramente inclinados por el peso de sus flores. Cuatro en cada tronquito. El sol brilla. Es mayo. Toda la nieve de altitudes menores a mil 500 metros se ha derretido.
Pienso que estos iris son de una variedad llamada lustre de cobre. Sus colores van del marrón carmesí, al amarillo, al blanco, al cobre: colores que hallamos en los instrumentos de una banda de metales que toca con abandono. Sus tallos, sus cálices y sus sépalos son de un verde azuloso o viridio pálido.
Dibujo con tinta negra (Sheaffers) y la esparzo con agua y saliva, utilizando mi dedo en vez de un pincel. Junto a mí, en el pasto donde estoy sentado, hay unas cuantas hojas de papel chino de arroz coloreado. Las prefiero por sus colores de cereal. Tal vez más tarde les rasgaré formas y las usaré como collage. Quién sabe. Tengo una barra de pegamento por si la necesito. En el pasto hay también pasteles de aceite amarillo brillante, sacados de un estuche para escolares, marca Giotto.
Las flores dibujadas parecen perfilarse hacia la mitad de su tamaño real. Uno pierde el sentido del tiempo cuando dibuja. Se concentra uno en las escalas del espacio. Probablemente he estado dibujando unos 40 minutos, tal vez más.
En Babilonia cultivaban iris. Su nombre les vino después, por la diosa griega del arcoiris. La flor de lis francesa es un iris. Los cuerpos de las flores ocupan la parte superior del papel, los tallos fuerzan su camino hacia arriba desde la mitad inferior. No son verticales, se inclinan hacia la derecha.
Hay un cierto momento en que si uno no se decide a abandonar un dibujo para comenzar otro, la mirada implicada en lo que está uno midiendo y resumiendo, cambia.
Al principio uno cuestiona el modelo (los siete iris) para descubrir líneas, formas, tonos, que puede uno trazar sobre el papel. El papel acumula las respuestas. También, por supuesto, acumula correcciones, tras un cuestionamiento ulterior de las primeras respuestas. Dibujar es corregir. Comienzo ahora a usar los papeles de china; hacen de las líneas de tinta, venas.
En cierto momento –si es uno afortunado– la acumulación se vuelve una imagen; es decir, deja de ser un cúmulo de signos y se vuelve una presencia. Burda, pero una presencia. Es aquí que la mirada cambia. Uno comienza a cuestionar la presencia tanto como al modelo.
¿Dónde cabe cuestionarla para que cambie y sea menos burda? Uno mira fijamente el dibujo y atisba en repetidas ocasiones los siete iris para ver, no su estructura esta vez, sino lo que irradian, su energía. Cómo interactúan con el aire que los circunda, con los rayos de sol, con el calor reflejado en la pared de la casa.
Ahora dibujar implica sustraer tanto como sumar. Implica el papel tanto como las formas dibujadas en éste. Uso hojas de rasurar, lápiz, crayón amarillo, saliva. No me puedo apresurar.
Me tomo mi tiempo, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Tengo todo el tiempo del mundo. Y con esta convicción continúo haciendo correcciones mínimas, una tras otra y luego otra, de modo de hacer que la presencia de los siete iris se acomode un poco más y sea un tanto más evidente. Un pequeño caracol, al que le gustan las hojas del arbusto de la grosella del casís, examina el círculo de mis implementos esparcidos por el pasto. Todo el tiempo del mundo.
De hecho, tengo que entregar el dibujo hoy por la noche. Lo hice para Marie-Claude, quien murió hace dos días, a la edad de 58 años, de un ataque cardiaco.
Hoy por la noche el dibujo estará en la iglesia en algún sitio cerca de su ataúd. El ataúd estará abierto para quienes quieran ver por última vez a Marie-Claude.
Mañana es su funeral. Entonces el dibujo, enrollado y atado con un listón, se colocará con flores vivas en el ataúd y será enterrado con ella.
Quienes dibujamos lo hacemos no sólo por hacer algo que sea visible para otros, sino también para acompañar algo invisible hacia su destino incalculable.
*
Dos días después del funeral de Marie-Claude recibí un correo electrónico diciendo que un pequeño dibujo mío –una octava parte del dibujo de los siete iris lustre de cobre–, se vendió en una subasta en Londres por la cantidad de 4 mil 500 libras esterlinas. Una suma de dinero que Marie-Claude jamás habría soñado tener en sus manos en ningún momento de su vida.
La subasta la organizó la Fundación Helen Bamber, que brinda respaldo legal, moral y material a la gente que pide asilo en Gran Bretaña, gente cuyas vidas e identidades han sido rotas por quienes trafican con migrantes –el equivalente contemporáneo de quienes se dedicaban a la trata de esclavos–, por los ejércitos que aterrorizan a poblaciones civiles y por los gobiernos racistas. La fundación apela a los artistas a que les donen una obra que pueda venderse para reunir fondos para sus actividades.
Junto con otros, envié una pequeña contribución: un retrato al carbón del subcomandante Marcos que hice en Chiapas, en el sureste mexicano, cerca de la Navidad de 2007.
Él, yo, dos comandantes zapatistas y dos niños estamos en calma en una cabaña de madera en las afueras de San Cristóbal de las Casas.
Nos habíamos escrito cartas, Marcos y yo, habíamos hablado juntos desde la misma tarima, pero nunca nos habíamos sentado, cara a cara, en privado. Él sabe que me gustaría dibujarlo. Yo sé que no se quitará el pasamontañas. Podíamos haber hablado de las próximas elecciones en México o de los campesinos como clase de sobrevivientes, pero no lo hacemos. Una extraña quietud nos afecta a ambos. Sonreímos. Lo miro y no tengo ningún sentido de urgencia por dibujarlo. Es cual si hubiéramos pasado incontables días juntos, como si todo fuera tan naturalmente familiar que no requiriera acción alguna.
Finalmente abro mi cuaderno de apuntes y tomo una barra de carboncillo. Veo la parte baja de su frente, sus ojos, el puente de su nariz. El resto lo esconden su pasamontañas y la gorra. Dejo que el carbón, sostenido entre mi pulgar y otros dos dedos dibujen, como si leyeran por tacto una especie de Braille. El dibujo se detiene. Le rocío fijador para que no se embarre. La cabaña de troncos huele al alcohol del fijador.
En el segundo dibujo su mano derecha viene a tocar su mejilla (el costado de su pasamontañas), una mano grande y ancha, con dolor entre los dedos. El dolor de la soledad. La soledad de todo un pueblo que ya va para medio milenio.
Después comienza un tercer dibujo. Dos ojos me examinan. La posible ondulación de una sonrisa. Él fuma su pipa.
Fumar pipa u observar a un compañero fumar pipa es otro modo de dejar que el tiempo pase, de no hacer nada.
Le pongo fijador al dibujo. El siguiente, el cuarto, es de dos hombres que se miran fuerte uno al otro. Cada uno a su manera.
Quizá esos cuatro no son propiamente dibujos, sino simplemente bosquejos de mapas de un encuentro. Mapas que podrían hacer menos probable que uno se pierda. Es una cuestión esperanza.
Fue uno de estos mapas el que le di a la Fundación Helen Bamber.
Parece ser que la puja por el dibujo fue prolongada y fiera. Quienes hacían sus ofertas competían por dar dinero para una causa en la que creían y, a cambio, esperaban estar un poco más cerca de un pensador político visionario que tiene su refugio en las montañas del sureste mexicano.
El dinero del dibujo obtenido en subasta ayudará a pagar medicinas, asesoría, atención a la salud, enfermeras, abogados para Sara o Hamid o Gulsen o Xin…
Quienes dibujamos lo hacemos no sólo por hacer algo que sea visible para otros, sino también para acompañar algo invisible hacia su destino incalculable.
*
Ahora, un dibujo que comencé hace dos semanas, y cada uno de los días que he trabajado en él me le aproximé furtivamente para sorprenderlo desapercibido, lo corregí y le borré –es un dibujo al carbón en papel grueso–, lo escondí, lo mostré, lo retrabajé, lo miré en el espejo, volví a darle trazo, y hoy pienso que ya lo terminé.
Es un dibujo de María Muñoz, la bailarina española. En 1989, con Pep Ramis, el padre de sus tres hijos, María fundó la compañía de danza conocida como Mal Pelo. Trabajan en Girona, en Cataluña, y se presentan en numerosas ciudades europeas. Hace cinco años me invitaron a colaborar con ellos.
Colaborar, ¿cómo? Los he observado por horas improvisar y ensayar, en solos, juntos, en parejas. Y algunas veces he sugerido un giro en una trama o una palabra o dos o una imagen que podía proyectarse. Me pudieron usar como una especie de reloj narrativo.
Les he observado haciendo de comer, hablando en torno a una mesa, calmando a los niños, reparando una silla, cambiándose de ropa, al hacer ejercicio y bailar. María es, con mucho, la bailarina con más experiencia, pero no dirigía ella, más bien ponía ejemplos, a veces era sólo el mostrar el modo de tomar riesgos.
En su especie de devoción, los cuerpos de los bailarines son duales. Y esto es visible hagan lo que hagan. Una suerte de Principio de Incertidumbre los determina: en vez de alternar entre ser partícula y onda, sus cuerpos alternan entre ser dadores y ofrendas.
Ellos conocen sus cuerpos de un modo tan penetrante que pueden estar dentro de ellos o ante ellos o más allá de ellos. Y esto alterna, a veces cambia cada tantos pocos segundos, o a los pocos minutos.
Cuando se presentan, la dualidad de cada cuerpo es lo que les permite volverse una entidad única. Se apoyan unos contra otros, se levantan, se portan, se ruedan, se separan, se reúnen mutuamente, se proyectan unos a otros de tal modo que dos o tres cuerpos se tornan una sola morada, igual que una célula viva es una morada para sus moléculas y sus mensajeros o un bosque para sus animales.
Esta misma dualidad explica por qué están tan intrigados con la caída, pero también con el salto, y por qué el suelo es tanto un desafío como el aire.
Escribo esto acerca de la compañía Mal Pelo cuando se despliega por el escenario, porque es una forma de describir el cuerpo de María.
Un día, al observarla, comencé a pensar en los bronces y dibujos tardíos de Degas, bailarinas desnudas y, en particular, uno titulado Danza española. Le pregunté a María si posaría para mí. Accedió.
Déjame mostrarte algo, sugirió, es una postura preparatoria que tomamos en piso y a la que le decimos el puente, porque nuestro peso queda suspendido entre nuestra palma de la mano izquierda en el piso y nuestro pie derecho también plano en el piso. Entre ambos puntos fijos el cuerpo entero está expectante, pendiente, suspendido.
Dibujar a María en la postura de puente fue como dibujar a un minero de carbón trabajando en una veta angosta. El cuerpo de María es muy femenino, pero lo que lo hacía comparable era su experiencia visible de esfuerzo y aguante.
Su dualidad era evidente en su pie izquierdo relajado sobre el piso como animal dormido y en el tramado de fuerzas de sus caderas y espalda listas a desafiar todo el peso muerto.
Finalmente paramos. Vino a ver el dibujo. Nos reímos juntos.
Luego siguieron los días de trabajar en casa con el dibujo. La imagen en mi cabeza era a veces más clara que la que estaba en el papel. Redibujé y redibujé. El papel se volvió gris con las alteraciones y cancelaciones. El dibujo no mejoró, pero gradualmente ella, casi a punto de levantarse, estaba con más insistencia ahí.
Y hoy, como dije, algo ocurrió. El esfuerzo de mis correcciones y el aguante del papel han comenzado a semejar la ductibilidad del propio cuerpo de María. La superficie del dibujo, su piel, no su imagen, me hace pensar en que hay momentos en que una bailarina puede ponerte los pelos de punta.
Quienes dibujamos lo hacemos no sólo por hacer que algo sea visible para otros, sino también para acompañar algo invisible hacia su destino incalculable.
Traducción: Ramón Vera Herrera