esulta habitual recurrir a la opinión pública para explicar comportamientos donde se cuestionan decisiones políticas. Son muchas las ocasiones en las cuales se aduce contar con la opinión pública para justificar declaraciones de guerra, establecer la pena de muerte o improvisar favores a gobiernos en pro de su legitimidad. Los partidos conservadores dicen gozar de su anuencia cuando llenan plazas loando la familia tradicional y lanzando voces contra el aborto y los matrimonios homosexuales. Por consiguiente, no todo acontecimiento se convertirá en objeto de culto para configurar opinión pública. Muchos hechos se quedan en las mesas de redactores y reporteros, o son descartados como escoria informativa. En contrapartida escuchamos repetidamente en horario de mañana, tarde y noche y leemos en las primeras páginas de los periódicos cuatro o cinco noticias que determinan la información, los titulares y el material gráfico.
Para que se configure opinión pública es necesario seleccionar, con anterioridad, aquello que será digerido por la población. Son los hechos destinados a convertirse en eje de los debates, regulando qué, cómo y por qué se opina en una u otra dirección. Trátese de economía, política, deportes o sucesos rosas. Y una vez realizado el tamiz, el siguiente paso es divulgar la noticia por la vía de los falsos formadores de opinión, los llamados comunicólogos. Sujetos dedicados profesionalmente a ser las divas de las cadenas de radio, prensa y televisión. No importa su ignorancia. Intervienen por objetivos y dando veracidad a los hechos presentados para construir la opinión pública. En otras palabras, su actuación pretende dar consistencia a la lógica informativa del poder. Su participación tiene sentido bajo esta precondición. Por consiguiente, la opinión pública acaba siendo el resultado de un proceso arbitrario donde el poder se juega el control social-ideológico de la ciudadanía. No se trata de una acción crítica, sino más bien de un acto de sumisión donde se acotan los espacios de la libertad de expresión, impidiendo el nacimiento de una opinión pública capaz de enfrentarse al poder.
Si en sus orígenes la opinión pública aglutinaba el pensar de la elite con fundamentos éticos enfrentada al poder, hoy, en la sociedad del espectáculo, expresa lo contrario. Se busca repetir los eslóganes emanados por los centros de creación de información, dependientes de la razón de estado, para ablandar la conciencia. La opinión pública no constituye parte del proceso democrático adjetivada como ilustrada. Es una estrategia destinada a cercenar la capacidad crítica de pensar.
Un ejemplo y un símil nos pueden ayudar. En el primer caso tenemos un hecho reciente que ha sido presentado para constituirse en una opinión pública contra cierta política de contrataciones deportivas. Me refiero al Real Madrid. Se considera obsceno pagar por futbolistas sumas que exceden lo razonable en tiempos de crisis. En esta dirección se ha preguntado a jefes de Estado y de gobierno. La Iglesia, con cardenales y obispos, la ha rechazado por lujuriosa. El presidente de la UEFA también la condena. Todos han mostrado su rechazo, salvo, claro está, los madridistas. Sin embargo, no se quiere crear una opinión pública del gasto diario dedicado a compra de armamentos o en facturas de comidas opíparas en restaurantes de lujo y exclusivos. Gastarse en una botella de vino mil dólares o pagar 3 mil por un menú no es noticia. La vida cotidiana de multimillonarios que ostentan y gastan a manos llenas no constituye objeto de atención para formar opinión pública y realizar una crítica por el despilfarro en tiempos de crisis. Por el contrario, se entiende como una acción dinamizadora del capitalismo de economía de mercado.
Si ahora realizamos un símil con las corridas de toros, me perdone Cueli, se dice es el único espectáculo democrático donde las decisiones se toman entre todos los participantes. La opinión pública está compuesta por los presentes en la plaza. Son ellos quienes crean un lenguaje para valorar la actuación del diestro y del astado. Pañuelos, pitos, silencios o división de opiniones. Otorgan o niegan trofeos y existe una simbiosis capaz de crear estados de ánimo, sentimientos y emociones difíciles de encontrar en otro acontecimiento público. Ni en el futbol, ni en otro deporte, los espectadores pueden interferir directamente en el resultado final. Tras un mal partido no se les consulta para variar el marcador. Pueden gritar, mostrar simpatías o aversión, pero no alterar una derrota. Se dice que el único sitio donde los actores se convierten en sujetos deliberativos es en un coso taurino.
Sin embargo, esa interpretación peca de idílica. Esconde una acción arbitraria articulada al margen del respetable. La fiesta cuenta con un ordenamiento jerárquico donde la presidencia y sus asesores, nombrados a dedo, pueden voltear la opinión del público, señalando su maleabilidad cuando solicitan premios inmerecidos, a juicio de la presidencia. Es posible que se hayan dejado arrastrar por unos pases mirando a los tendidos o por afinidad con el torero, elementos que obligan a despreciar su opinión. En otras palabras, una mayoría, pensada como opinión pública, es un poder constituyente limitado. Su chance de negociación depende, casi siempre, de factores ajenos a su constitución. Ni siquiera es cuestión de cantidad. Una plaza de primera categoría puede, como Las Ventas en Madrid, registrar que no hay billetes, pero sus asistentes en plena feria de San Isidro tienen un perfil diferente a las corridas realizadas en agosto, donde concurren turistas deseosos de ver un personaje con traje de luces. Sin conocimientos taurinos, les da lo mismo ocho que 80, enardecen coreando óles mientras la banda interpreta un paso doble. Sacan pañuelos y aplauden mecánicamente. Aquí, la presidencia busca ser un punto de equilibrio entre la desmesura de los turistas y el respeto al llamado arte taurino. En cualquier caso, lo que opinen unos y otros, sean opinión pública informada o lega, su influencia es mínima a la hora de cambiar las decisiones del poder.
En conclusión, asistimos a una paradoja donde el llamado a la opinión pública se realiza una vez manipulado cómo, qué y sobre qué se debe opinar. Así, resulta fácil comprender que un ataque militar siempre se hace con nocturnidad y alevosía, mientras la opinión pública duerme. Despertándose a la mañana siguiente como aval de las operaciones de exterminio masivo. La opinión pública es un mito político, por ello pervive articulada a la violencia de la razón de Estado.