ías definitivos, muchas cosas que reseñar estas últimas semanas, empezando por Cicatrices de la fe, exposición en el museo de San Idelfonso que recupera joyas coloniales pertenecientes a las misiones del norte de nuestro país y sur de Estados Unidos –alguna vez nuestro–, cuadros, esculturas, objetos de culto, muchos espléndidamente restaurados por vez primera y recuperados en bodegas, sacristías, y hasta un bello óleo usado como respaldo de un sillón curial.
Rescatado también nuestro bello Centro Histórico ahora visible, maravilloso, gracias a los esfuerzos de los gobiernos citadinos recientes: no hay ambulantes, los edificios se admiran, el Templo Mayor, El Colegio Nacional, el Palacio del Marqués del Apartado, la iglesia de la Enseñanza, torres y cúpulas de Catedral, panorama contemplado desde la terraza del nuevo restorán inaugurado en la librería Porrúa, también remozada, manteniendo en parte su vieja tradición de venta: mostradores inmensos, numerosos empleados para cumplir con los pedidos de los escolares que regresan pronto a clases.
Camino luego por Madero, el Palacio de Iturbide, la Profesa, el Munal, con dos exposiciones memorables, una dedicada a Octavio Paz y otra, inédita, curada por Antonio Saborit sobre el multifacético y cosmopolita Marius de Zayas.
A finales de julio fui a Middlebury, Vermont, al norte de Estados Unidos, universidad situada no lejos de Montreal (que ya nos exige visa para visitarla); fui invitada con Myriam Moscona a los cursos de verano de la escuela de idiomas, cuya escuela española es dirigida por el escritor mexicano Jacobo Sefamí. Es allí la sección más numerosa: se enseñan varias lenguas (francés, alemán, chino, japonés, árabe, hebreo…), y en el pasado acogió a republicanos ilustres exiliados por el franquismo. Estuvimos invitadas a participar en varios de los cursos –había varios mexicanos, por ejemplo el novelista Ricardo Chávez Castañeda, José G. Moreno de Alba, como Concepción Company y la que escribe, de la Academia Mexicana de la Lengua, los tres asimismo de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Me encontré allí con varios amigos de antaño: el muy buen poeta cubano José Kozer, el mejor lector que haya oído en mi ya larga vida; Aníbal González y su esposa Priscila, docentes de la Universidad Yale; varios profesores españoles y latinoamericanos, escojo al azar a Paco Layna, cervantista extraordinario que debería visitarnos, y a Mihai Grünfeld, profesor de literatura hispanoamericana en Vassar College y autor de un libro entrañable Leaving (¿Partida, abandono, exilio?), recientemente publicado, autobiografía que relata su historia y la de de sus padres, ambos supervivientes de Auschwitz (la madre) y Dachau (el padre), cuyas familias enteras fueron exterminadas y que al formar una nueva decidieron guardar un silencio aterrador sobre su pasado, silencio replegado en tres idiomas, el yiddish, idioma secreto de los padres y otros dos utilizados en alternancia, el rumano y el húngaro, éste, lengua del derrotado imperio austro-húngaro y causa de agravios en ese entorno –la pequeña ciudad rumana de Cluj–, ya sujeto al régimen comunista de Ceausescu. Multilingüalidad babélica, confunde y no despeja el silencio: se acude al inglés (media lengua en su pretendida calidad de esperanto) para expresar lo inefable.
Durante varios años y por mi identidad judía, he leído fascinada y he tratado de escribir –La polca de los osos, Saña– sobre lo que según el filósofo italiano Agamben no debiera ser llamado Holocausto y he revisado con interminable atención y sobresaltos a autores que en distintas lenguas han visitado ese tema, tan cotidiano (por desgracia) y tan excepcional a la vez ––Levi, Celan, Améry, Klemperer, Sebald, Arendt–, pero escuchar estos relatos de la voz de alguien que de repente se ha convertido en un amigo cercano los dota de una realidad inestimable: se sigue escribiendo para preservar la gravedad y la intensidad de un acontecimiento… y para sobrevivir.