n mi último artículo escribí una frase fuerte, pero desafortunadamente cierta, cuyo contenido afirmaba “… empezando por sus gobernantes, que simplemente no entienden ni a quién gobiernan, ni para qué…”; mi afirmación era de carácter genérico, en referencia a quienes tienen la responsabilidad de conducir y coordinar los programas del gobierno de la República y de manera concreta al Presidente. Sus acciones al igual que sus palabras recuerdan a veces el fanatismo religioso de los peores episodios de la vida nacional, como cuando ha mencionado que la drogadicción y el narcotráfico se originan en el desconocimiento de Dios y la falta de fe, otras parecen indicar un ejercicio de acendrado cinismo, como cuando atribuye correctamente a la corrupción los problemas centrales del país, para luego decir que su gobierno es una caja de cristal, como ejemplo a seguir para los gobiernos locales
y la población en general, ignorando de manera brutal los escándalos de corrupción en los que se han visto envueltos varios de sus colaboradores cercanos, como su ex secretario de Gobernación y sus altos jefes de seguridad nacional, por dar sólo unos ejemplos.
Pero hay otros errores bastante más graves, que hablan de su incapacidad para gobernar al país. El primero de ellos tiene que ver con el cuidado mismo de la institución presidencial, con todos los poderes fácticos y atribuciones formales que lleva implícitos. Cuando él dice que algún problema es atribuible a los que no profesan su religión, está dando pie a la generación de rencores y odios de carácter religioso, cuyas dimensiones parece estar lejos de entender. Su actitud como candidato, calificando a su principal oponente como un riesgo para la nación, pareciera hoy producto de una inclinación al uso de la fuerza y de la violencia como respuesta a sus frustraciones. Ello ha seguido presente en su actuación como presidente y para como se ven las cosas, todo indica que habrá muchas oportunidades más para nuevos niveles de frustración de su parte.
Hay algunos ejemplos de hombres que nunca debieron ser presidentes; bueno, más bien hay bastantes ejemplos de ello, pero en especial quiero mencionar uno que hoy me viene a la mente: Gustavo Díaz Ordaz, hombre de apariencia un tanto desagradable, pero que en algunos círculos era considerado un tipo inteligente y amante de su país, sin embargo cuando tuvo el poder en sus manos optó por el uso de la fuerza para solucionar los problemas laborales y sociales del momento, en forma violenta reprimió por igual a los médicos que buscaban mejoras en sus condiciones de trabajo, que a maestros y trabajadores de diversos sectores y para ello optó por utilizar al Ejército. El final de la historia es de todos conocido, pero quizás algunos hechos no lo son tanto.
Cuando, al final de su mandato, la línea dura y el uso del Ejército habían quedado establecidos como formas personales de gobernar, éstas fueron utilizadas por sus colaboradores cercanos en su lucha encarnizada por sucederlo. Así mientras el secretario de Gobernación recomendaba al presidente seguir reprimiendo con el Ejército para lograr el mayor desprestigio posible para éste, con objeto de eliminar cualquier posibilidad de participación de un candidato asociado a las fuerzas armadas (cosa que logró), otros de sus compañeros de gabinete financiaban y azuzaban a algunos grupos estudiantiles con la sana intención de desestabilizar al país y hacerle ver como inepto (cosa que no lograron), ello llevó al país a la tragedia, al final, el presidente se vio forzado a aceptar su responsabilidad, seguramente en tanto que con sus obsesiones, él la había hecho posible. El daño que le infligió al país fue severo, el que terminó haciéndose a sí mismo fue su propio castigo, tal como en su momento lo narró Julio Scherer en su libro Los presidentes.
No me gusta el papel de ave de mal agüero, pero no dejo de pensar cómo Díaz Ordaz terminó violentando al país en forma desmesurada e inútil y cómo haciendo caso omiso de esa terrible experiencia, Felipe Calderón repite sus pasos, rodeado además de un equipo de trabajo que entre muchas graves deficiencias técnicas, políticas y éticas puede ser calificado con una sola palabra: soberbia.
La estrategia de promoción de los sentimientos de inseguridad y violencia, como forma de gobierno, para justificar y facilitar la utilización del Ejército en tareas que son propias de otras organizaciones de carácter civil, parece constituir la esencia actual de su programa de gobierno (si es que se le puede llamar así). El rol de un mandatario debe ser de mesura más que de confianza. Un presidente debe oír, observar, rodearse de hombres sabios que le pongan a su alcance alternativas para enfrentar los problemas. Nada de esto le interesa al Presidente.
Un error que constituye por sí mismo otro de los rostros de sus limitaciones ha sido el reciente recorte presupuestal a la educación básica, afectando con ello a la población de 22 estados, hecho insólito por su magnitud y por sus implicaciones. Ningún gobierno federal durante todo el siglo XX, aun ante las situaciones económicas más adversas, había tomado una medida de este carácter en contra de la educación, todo ello después de afirmar que la crisis económica mundial, originada en Estados Unidos (a partir de políticas extrañamente semejantes a las aquí establecidas, de promoción de la violencia y apoyo desmedido a la especulación) no llegaría a afectarnos gracias a su previsión y sabiduría ejemplar.
Golpear a la educación, mientras la población observa día con día el crecimiento de las fuerzas policiacas y de los gastos en armamento financiados por el gobierno, mientras la impunidad y la violencia crecen semana a semana, resulta aberrante y confirma lo que he afirmado. Ni saben a quién gobiernan, ni para qué
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