asi a diario, en la esquina de la calle donde vivo, a una cincuentena de pasos, veo de reojo los suntuosos arcos de la popa de Notre-Dame, antes de tomar a la derecha Frédéric Sauton.
A diferencia de mi calle, donde son raras las transformaciones, en Frédéric Sauton los cambios forman parte de su atractivo. La mayoría de los comercios son pequeños restoranes que ofrecen la cocina de sus lugares de origen, tan distantes que es posible dar la vuelta al mundo culinario en 80 metros. Así, en algunos de esos locales, estrechos y largos como túneles, he podido saborear, sin envenenarme, las más diversas cocinas a cada cambio de propietario: ajo con espagueti a la italiana, acras derramando aceite tan diferentes entre la Reunión y Madagascar, blandos nems cuyo enigmático relleno es preferible ignorar, phos vietnamitas que reaniman un muerto...
Durante una veintena de años, una lavandería en el número 13 de esa calle se sostuvo contra viento y marea. Aparte de los usuarios, los principales visitantes, sobre todo durante el invierno, eran los clochards, quienes encontraban ahí un refugio contra el frío y el lodazal grisáceo que es la nieve en París.
La lavandería era uno de los pilares del barrio, junto con dos restoranes, un libanés y un tailandés, con tal prestigio que es necesaria la reservación, entre los otros comercios tan volubles: marcos de lujo o compañías de seguros, vidrios opacos de Alcohólicos Anónimos o tarjetas postales... Uno los olvida tan pronto como desaparecen: podría incluso jugarse a adivinar qué hubo aquí o allá. Acaso, sólo muchos años más tarde la añoranza devuelve las imágenes escondidas por la prisa en que vivimos.
De la noche a la mañana, sin que ni siquiera los conserjes del barrio pudieran saber el por qué del cierre ni el futuro del sitio, la lavandería cerró. Tuve que conformarme con mirar, durante cerca de dos años, a través de los vidrios pintados de blanco el interior abandonado. Y en la misma forma, sin revelar su meta, comenzaron los trabajos de remozamiento del local.
Al fin, un letrero anunció una librería, Le Bail, en una época en que las librerías tienden más a desaparecer que a aparecer. No sería mi única sorpresa. Cuando al fin abrió sus puertas, si así puede decirse de una tienda a la que debe tocarse un timbre para hacerlas abrir, los vecinos pudieron descubrir las joyas encerradas, y que merecían las precauciones de una joyería de la place Vendôme.
Jacques Bellefroid me señaló la existencia del Álbum del ferrocarril mexicano. Tardé más de un mes, el tiempo tiene sus razones, en abrir el magnífico ejemplar con las 24 cromolitografías originales que representan lugares clave del trayecto del ferrocarrril Veracruz-México, orden en que fueron construidos los rieles. Una edición publicada para celebrar el quinto aniversario de ese tren que comenzó a construirse en 1837, bajo la segunda presidencia de Bustamante, inaugurado al fin en 1873.
Veinticuatro imágenes que me devolvieron, sin prevenir, la visión de la estación de Buenavista, donde embarcábamos, niños, para Ciudad Juárez a fin de año. Una estación negra y humeante donde los trenes rugían. Mi padre que subía para despedirnos y bajaba justo cuando el tren comenzaba a avanzar, tal vez para hacernos sentir con el miedo el poder.
La última vez que pisé la estación fue siguiendo los amigables consejos de José Emilio Pacheco para tomar el tren a Veracruz con Jacques. Buenavista respiraba mármol y vacío. Llegamos a la siete en punto de la mañana a la estación de la Soledad, y pudimos vivir los últimos luminosos amaneceres de la Parroquia y del Diligencias. La ciudad nos mostró lo mejor de ella.
El regreso, aún sin fin, sigo viéndolo en las cromolitografías de Casimiro Castro, en la edición original de la que la Biblioteca Nacional de México sólo posee el facsímil. Al dar vuelta a las páginas del libro, las imágenes del viaje vuelven, una tras otra, alumbradas por una linterna mágica.